La historia no quita todas las dudas
El historiador Felipe Pigna analiza, para Diario Portada, los últimos momentos de vida del General Juan Domingo Perón, al cumplirse 50 años de su fallecimiento.
El 12 de junio, desde el balcón de la Casa Rosada, Perón se dirigió por última vez a la militancia peronista que, una vez más, había respondido a su convocatoria. Con la salud quebrantada, se despidió de sus seguidores con palabras emotivas.
Dijo entonces: "Mi único heredero es el pueblo" y finalmente, a modo de despedida definitiva:
Llevo en mis oídos la más maravillosa música que para mí es la palabra del pueblo argentino.
El 18 de junio su salud recayó gravemente y ya no volvió a levantarse. Aquel 1º de julio de 1974 amaneció nublado y frío, destemplado.
No era en absoluto un día peronista.
Los partes médicos alertaban sobre el inminente final para la vida del hombre que había manejado la política argentina a su antojo desde 1945.
Para mucha gente era el hombre que había transformado la Argentina de país agrario en industrial, de sociedad injusta en paraíso de la justicia social. Para otros, muchos menos pero no pocos, era un dictador autoritario y demagogo que terminó con la disciplina social y les dio poder a los "cabecitas negras" impulsado por el "resentimiento" de "esa mujer" "la Eva".
Lo cierto era que la política nacional llevaba su sello y como bien decía él mismo, en la Argentina todos eran peronistas, los había peronistas y antiperonistas, pero todos tenían ese componente gramatical e identitario.
A las 13.15 de ese primer día de julio, Isabel, custodiada por el siniestro superministro López Rega, dio la infausta noticia: "con gran dolor debo transmitir al pueblo de la Nación Argentina el fallecimiento de este verdadero apóstol de la paz y la no violencia".
La palabra del pueblo argentino, la maravillosa música, enmudeció aquel 1º de julio.
La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar dólares, los pobres para comprar fideos y para darle el último saludo a su líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división entre las dos Argentinas, la que brindaba con champagne porque se había muerto la "yegua" y la que lloraba a su abanderada.
La sensación era distinta porque el peronismo había ampliado su base electoral por izquierda, pero también por derecha. No eran pocos los conservadores que habían confiado a Perón la misión de pacificador de la Argentina, de última carta para frenar al "comunismo". Así que no tenían mucho para festejar y, sin sumarse al dolor popular, no exhibían ni pública ni privadamente, de manera tan evidente, su satisfacción reparadora de viejos rencores.
Las calles se llenaron de lágrimas, flores y caras preocupadas. La frase más escuchada era "qué va a ser de nosotros".
Nadie se engañaba sobre los días que vendrían.
La sensación de vacío político era proporcional al tamaño de la figura desaparecida. Isabel, la heredera efectiva del legado dejado simbólicamente al pueblo, no estaba a la altura de las circunstancias y sólo tenía de Perón su apellido.
Nadie ignoraba que el brujo López Rega ocuparía el lugar central en la política por el que había venido luchando desde su puesto de mucamo de Puerta de Hierro, que ofrendaría a lo peor del poder político militar de la Argentina.
Quedaba flotando una pregunta, por qué el último Perón nos dejó aquella terrible herencia, antesala del infierno tan temido.