Sebastián Bordón: un viaje de egresados que terminó en muerte
Sebastián tenía 18 años y los ojos llenos de futuro. Era su viaje de egresados, esa despedida de la adolescencia que se celebra con risas, bromas, canciones y promesas de amistad eterna. Pero Sebastián no volvió. Todo apuntaba a lo que nadie quería nombrar.
La mochila, la cámara, el país por delante. Había viajado desde Buenos Aires a Mendoza con su curso del colegio San Francisco de Asís, en septiembre de 1997. Era su viaje de egresados, esa despedida de la adolescencia que se celebra con risas, bromas, canciones y promesas de amistad eterna. Pero ese viaje terminó antes de tiempo.
Porque Sebastián no volvió.
El destacamento, la fuga, el silencio
La última vez que se lo vio con vida fue el 2 de octubre, en el destacamento policial de El Nihuil, en San Rafael. Estaba desorientado, angustiado. Las docentes lo habían llevado allí en busca de ayuda. Pasó la noche custodiado por policías. Al día siguiente, se informó que se había escapado tras golpear a uno de los oficiales. Pero algo no cerraba. Nadie huye así, sin rumbo, por las montañas de Mendoza. Diez días más tarde, su cuerpo apareció en el Cañón del Atuel. Tenía golpes, hematomas, signos de asfixia. Nada coincidía con una caída. Todo apuntaba a lo que nadie quería nombrar.
Los uniformes y las marcas que no se borran
A Sebastián no lo mataron por error. Lo detuvieron, lo golpearon, lo torturaron. La misma fuerza que debía cuidarlo -la Policía de Mendoza- fue la que lo dejó sin vida, y lo arrojó por un barranco. No fue el primero. No fue el último. Pero su rostro multiplicado en todos los noticieros del país hizo que esta vez no pudieran esconderlo.
Era un pibe de clase media, con mochila, con cámara, con padres que no se callaron.
Los padres, la lucha, la pantalla
Eduardo Bordón, su padre, apareció en todos los canales de televisión con la foto de Sebastián en la mano. Pedía justicia con la voz rota, pero con firmeza. Su madre, Rosa Schonfeld, no se detuvo jamás. Se convirtió en bandera, en emblema, en esa voz que brota cuando todo duele pero hay que seguir. Fue madre de Sebastián, y madre de muchos más.
Un encuentro que no fue casual
Años después, Rosa conoció a Hilda Lavizzari. La madre de Paulo Christian Guardati, otro joven desaparecido en Mendoza en 1992. También a manos de la policía. También en democracia. Y en ese abrazo que cruzó dolores y calendarios, se supo que la herida era una sola.
Dos madres que nunca debieron conocerse, unidas por la misma sombra:
- el Estado entregando a sus hijos al abismo,
- el uniforme reprimiendo la juventud,
- la flor tronchada antes de florecer.
Un crimen que hizo ruido
La causa judicial fue un escándalo nacional. El gobernador Arturo Lafalla tuvo que dar explicaciones. Hubo siete policías imputados, un médico forense procesado, pruebas plantadas, encubrimientos, y una justicia que quiso mirar para otro lado. Pero el país ya estaba mirando.
Nada pudo tapar la verdad:
A Sebastián lo mató la policía en democracia.
Y la democracia, en ese momento, no supo protegerlo.
Pero su muerte empujó una grieta
El horror fue tan brutal y tan evidente que obligó al Estado provincial a actuar.
Por primera vez en Mendoza se impulsó una reforma profunda de la Policía. Se disolvió el temido Cuerpo Especial de Vigilancia -remanente del aparato represivo de la dictadura-, se modificó la ley orgánica policial, se establecieron nuevos protocolos de actuación, y se empezó a hablar -tarde, a los gritos- de derechos humanos.
Sebastián no volvió.
Pero su ausencia forzó un cambio. Incompleto, resistido, muchas veces simbólico. Pero necesario.
Crónicas del Silencio no es una colección de historias.
Es un archivo de lo que no queremos volver a repetir. Donde cada nombre tiene una madre que aún espera, y un país que, si no mira de frente, se condena a olvidar.