Filadelfia ya no es una película
Caminan como fantasmas. Se doblan hacia adelante, se desconectan. No están muertos, pero tampoco vivos. Son los que cayeron. Y en Kensington, Filadelfia, eso es literal.
La nueva epidemia en Estados Unidos tiene nombre: fentanilo y tranq. Por momentos parece que no hay salida. Caminan como fantasmas. Se doblan hacia adelante, se desconectan. No están muertos, pero tampoco vivos. Son los que cayeron. Y en Kensington, Filadelfia, eso es literal.
Hace tres décadas, una película nos conmovió. Filadelfia, con Tom Hanks, hablaba del miedo, del estigma, del VIH, de un sistema que se desentendía de los cuerpos enfermos. Hoy, en las mismas calles donde se filmó esa historia, otra enfermedad avanza. Pero esta vez no viene con fiebre ni sarcoma de Kaposi. Viene con jeringas, con necrosis, con piel que se cae a pedazos. Viene con fentanilo... y con tranq.
El infierno tiene nombre de barrio
En Kensington, al norte de Filadelfia, ya no se camina. Se arrastra. No hay dealers a escondidas ni sirenas. Todo ocurre a cielo abierto. Un mercado de drogas sin control. Las cámaras muestran a cientos de personas inclinadas sobre sí mismas, congeladas en el aire como si una fuerza invisible les hubiera cortado el alma.
Consumen tranq, una mezcla de fentanilo con xilacina, un sedante veterinario para caballos. No está hecho para humanos. No es un alucinógeno ni una droga recreativa. Es una sentencia.
Dicen que cuesta dos dólares. Y dicen que una vez que llegás, no te vas más. Los que entran a Kensington ya no salen. Se quedan a vivir entre los desperdicios. Y si tienen suerte, sobreviven. Si no, los encuentra la muerte en silencio.
¿Qué es el tranq y qué es la xilacina?
El tranq no es solo una droga. Es el resultado del colapso. Es la consecuencia de décadas de políticas que encarcelaron más que curaron, que criminalizaron más que previnieron. Es fentanilo -50 veces más potente que la heroína- mezclado con xilacina, un tranquilizante veterinario que no responde a antídotos como la naloxona.
Las llagas que deja esta droga se convierten en necrosis. En gangrena. En amputaciones. Las personas no solo se drogan. Se descomponen vivas.
Mientras en Filadelfia los cuerpos se descomponen al aire libre y los hospitales los rechazan, en Vancouver -Canadá- la estrategia es otra. Allí existen centros de consumo supervisado: lugares donde las personas pueden inyectarse drogas, pero bajo el cuidado de personal médico y acompañamiento de ONGs.
La idea no es incentivar el consumo -aunque muchos lo discuten-, sino evitar la muerte inmediata, reducir la transmisión de enfermedades y conectar a los usuarios con programas de rehabilitación.
Y aunque genera polémica -porque para algunos es una forma de institucionalizar la droga-, lo cierto es que no se muere nadie en esos lugares. Y eso, al menos, ya es algo.
Pero esto no es nuevo. Es apenas un eco moderno de una historia antigua: la del opio en China.
Durante el siglo XIX, el Imperio Británico inundó China con opio cultivado en la India. El objetivo era claro: romper el superávit comercial que los chinos mantenían gracias al té, la seda y la porcelana. Como respuesta, el emperador prohibió el opio y confiscó cargamentos británicos. Inglaterra respondió con cañoneras.
Así comenzaron las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860), que no solo forzaron a China a abrir sus puertos y ceder Hong Kong, sino que la hundieron en una crisis social y moral de la que tardaría décadas en salir. Millones de chinos terminaron esclavos del opio, mientras Europa se enriquecía.
Hoy, más de un siglo después, los roles están invertidos. El fentanilo -aunque desarrollado originalmente como analgésico en laboratorios europeos y estadounidenses- es producido a gran escala en China y traficado a través de México. Y ahora es Occidente el que se desangra.
La historia es una serpiente que se muerde la cola: ayer fue China, hoy es Estados Unidos. Ayer el opio, hoy el fentanilo. Ayer el colonialismo económico, hoy la dependencia química. El resultado es el mismo: pueblos sometidos, vidas rotas, gobiernos que miran para otro lado mientras las calles se llenan de zombis.
¿Puede Argentina pensar en algo así? ¿Puede Mendoza? ¿O seguimos el modelo de la indiferencia, donde se cae y se queda?
El espejo argentino
¿Y nosotros?
¿Estamos lejos?
No.
En 2022, 24 personas murieron en Buenos Aires por cocaína adulterada con opioides sintéticos. Se habló de fentanilo. En Córdoba y Mendoza ya se detectaron trazas de xilacina. En mayo de 2025, se incautaron más de 500 ampollas en Mendoza. La ANMAT clausuró un laboratorio que vendía este medicamento sin control. Y la provincia emitió una alerta.
El tranq ya está entre nosotros. Apenas disfrazado. Apenas contenido. Por ahora.