Robo hormiga: lo que la crisis no justifica pero explica

Ya no hace falta una banda ni una máscara. Hoy alcanza con estar adentro. En una obra, en un kiosco, en un hospital o en una oficina pública. Se llama robo hormiga.

Adrián Characán
Adrián Characán

Ya no hace falta una banda ni una máscara. Hoy alcanza con estar adentro. En una obra, en un kiosco, en un hospital o en una oficina pública. Se llama robo hormiga, pero no es ni nuevo ni chico. Es cotidiano, pactado y cada vez más difícil de frenar.

Robo hormiga: lo que la crisis no justifica pero explica

Lo vemos, lo escuchamos, lo sabemos. Lo charlamos en la cola del corralón, en la obra, en la estación de servicio, en un grupo de WhatsApp, en el almacén. Lo vemos en las cámaras de seguridad, cuando hay. Y cuando no, lo intuimos. Pero casi nunca lo decimos. Porque incomoda. Porque nos da vergüenza ajena señalar lo que todos sabemos que pasa. Porque a veces preferimos callar antes que romper ese pacto de no meterse. Pero cuando hay pruebas, cuando las cosas faltan y no aparecen solas, no se trata de acusar sin fundamentos, sino de ponerle nombre a lo que está pasando.

Y lo que pasa tiene nombre: robo hormiga. Y apellido: crisis.

Robo hormiga: lo que la crisis no justifica pero explica

El otro día, por ejemplo, nos contaban de una estación de servicio donde el gasoil había sido diluido con agua. Un cliente cargó, arrancó, y a los pocos metros el motor del auto murió para siempre. Fue a quejarse, pero la respuesta fue el silencio. O peor: la indiferencia.

En los kioscos y almacenes, se habla de paquetes que desaparecen sin venta. En corralones, de cerraduras, mochilas de baño, lavamanos, cajas de cerámicos que estaban y ya no están. Como si David Copperfield hubiera pasado a hacer su acto. 

Y no. No es magia, es la crisis

Una crisis que aprieta, orilla, obliga. Como decía Gardel en su tango Por un cacho de pan, uno de los más duros y más sinceros. Una crisis que lleva a muchos trabajadores -públicos y privados- a "completar el sueldo" con lo que puedan: una resma de hojas, un galón de pintura, un paquete de guantes, una caja de tornillos, un estetoscopio, un blister de jeringas. Lo que haya.

Robo hormiga: lo que la crisis no justifica pero explica

Hay enfermeras y doctores  que se llevan insumos para hacer inyectables en su casa y cobrarlos a vecinos. Hay empleados que se llevan bidones, llaves inglesas, gasoil, resmas. Algunos lo ven como compensación por un sueldo miserable. Otros, como picardía. Pero nadie lo llama por su nombre: hurto.

El supermercado nos devuelve el reflejo

Lo vemos en los supermercados. Antes, las alarmas se ponían en una botella de whisky importado. Hoy las vemos en una lata de atún. Porque ahora también se roba eso. Porque ahora eso también es inaccesible.

Y ahí entendemos que el problema es más grande que un robo: es un síntoma.

Según la Association of Certified Fraud Examiners, hasta el 7% de las pérdidas de las empresas provienen del robo interno. En construcción, algunas empresas ya calculan entre un 3% y 8% del material como pérdida inevitable. Lo asumen, como si fuera parte del costo.

Robo hormiga: lo que la crisis no justifica pero explica

Y no hablamos solo de pérdida de stock. Hablamos también de confianza que se rompe. Porque cuando alguien te roba desde adentro, ya no mirás igual a nadie.

Mala praxis y termotanques rotos

Nos contaba también un propietario que, en plena obra de su casa, confió en un estudio de arquitectos. Gente formal, con títulos, con planos bonitos. Quería una casa cómoda, con accesos pensados para una silla de ruedas, con baño espacioso, con previsión. Pero lo que construyeron fue un lugar frío, sin lógica, sin criterio, puertas chicas que impiden el acceso a una silla de ruedas, sin respeto por lo pactado.

No fue robo. Fue mala praxis.

Y como si fuera poco, una tarde sin vigilancia, le robaron los condensadores de dos aires acondicionados. Los splits los dejaron. Como si hasta para robar fueran chapuceros.

Un síntoma viejo con nombre francés

Pero no todo es crisis. O, al menos, no todo se explica por ella. Hay algo más, un comportamiento que no nació con la recesión ni con Milei, ni con los planes sociales ni con el dólar a mil quinientos. Hay una palabra que suena elegante, casi médica, pero que esconde un impulso crudo y vergonzante: cleptomanía.

Sí, la cleptomanía. Ese impulso irrefrenable de llevarse algo que no se necesita. Una especie de robo sin hambre, sin causa, sin destino. Y aunque hoy se lo nombra poco, la historia de este trastorno está anclada en una postal muy antigua. Allá por 1900, cuando en Francia florecieron las primeras tiendas de departamentos, esos templos del consumo que ofrecían todo bajo un mismo techo -perfumes, guantes, corsés, vajilla y hasta libros-, muchas mujeres de clase media alta, amas de casa recién salidas del encierro doméstico, entraban en trance ante tanto objeto deseable. Algunas, simplemente, no podían resistirse.

La cleptomanía quedó entonces asociada a lo femenino. Los comerciantes, lejos de denunciarlas, asumían esas pérdidas como parte del negocio. Preferían perder una caja de jabones que incomodar a una clienta distinguida. Así, la enfermedad del deseo quedó maquillada con glamour, como si fuera una travesura burguesa.

Hoy, en pleno siglo XXI, el caso más emblemático es el de Winona Ryder, actriz de Hollywood con fortuna y fama mundial, sorprendida robando en una tienda de lujo, Saks Fifth Avenue, en Beverly Hills. No era necesidad. Era algo más profundo. Más oscuro. Como si el vacío no se llenara con lo que se tiene, sino con lo que se arranca a escondidas.

¿Y qué hacemos con esto en Argentina, cuando vemos que desaparecen mochilas de inodoros, cajas de herramientas, hasta lámparas LED de edificios públicos? ¿Es la necesidad? ¿Es la crisis? ¿O es algo más viejo, más íntimo, más difícil de nombrar? ¿Una mezcla de hambre, frustración y adrenalina?

¿Será que, como decía Gardel, "por un cacho de pan" se roba... pero a veces también por un cacho de sentido?

¿Y la justicia qué hace?

Nos preguntamos también si esto es para que actúe la justicia.

¿Tiene sentido meter preso a alguien por un paquete de hojas, por una caja de clavos, por un par de inodoros , unas mochilas de inodoros ? ¿Por una lata de atún? ¿La justicia debería llenar las cárceles de ladrones de gallinas... o de muchas gallinas?

Y mientras lo pensamos, la realidad sigue su curso: los supermercados refuerzan seguridad, las tiendas suman cámaras, las empresas agregan sensores, las obras se enrejan.

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