La nueva censura: la falsa batalla, la disfunción y el odio como régimen

Lo que emerge -y urge denunciar en los organismos correspondientes- es una nueva forma de disciplinamiento donde el odio hacia las mujeres y diversidades ocupa un rol central como cemento emocional del autoritarismo contemporáneo.

Daniela Fariña
Periodista, docente y especialista en comunicación convergente.

En los últimos meses, el New York Times comenzó a advertir sobre un clima global de censura creciente. No se trata solo de recortes presupuestarios, algoritmos opacos o persecuciones que se esconden detrás del plexo burocrático de la "seguridad digital". Lo que emerge -y urge denunciar en los organismos correspondientes- es una nueva forma de disciplinamiento donde el odio hacia las mujeres y diversidades ocupa un rol central como cemento emocional del autoritarismo contemporáneo.

Por Daniela Fariña

Esta censura no siempre se presenta como prohibición explícita. Como enseñó Raymond Williams, admirador gramsciano, el proceso hegemónico es más eficaz cuando simula reconocimiento, cuando integra apenas un fragmento de lo nuevo y lo vuelve compatible con el orden existente. No opera solo reprimiendo: opera domesticando lo disruptivo, neutralizando su potencia antes de que alcance forma política. Así, los pocos emergentes que dejan prosperar, responden finalmente a los mismos intereses que combaten.

La comunicación que nació obediente

Las primeras definiciones modernas de comunicación provenían de la teología: un esquema vertical, lineal, donde la palabra divina descendía al mundo como instrucción perfecta. Esa matriz todavía ordena muchas nociones actuales sobre los medios: alguien habla, otros escuchan; alguien define la verdad, otros la obedecen.

A mediados del siglo XX, Merton y Lazarsfeld advirtieron un fenómeno inquietante: la disfunción narcotizante. La sobreinformación, lejos de activar, inmoviliza; reemplaza la acción por el consumo infinito de datos. El ciudadano saturado deja de intervenir porque siente -erróneamente- que "estar informado" es suficiente. Esta es la forma más sofisticada de censura: ahogar la voluntad política bajo la apariencia de pluralidad informativa.

Hoy se habla de "batalla cultural", muchas veces malinterpretando la visión gramsciana, que plantea la necesidad de construir consensos previos a cualquier cambio estructural. Pero tras la derrota cultural del progresismo -acelerada por el fracaso gubernamental de Alberto Fernández y por un clima político crecientemente conservador- emergió un discurso rupturista que pretende saltarse los tiempos pedagógicos de la política.

Así, lejos de proponer una transformación arraigada en los territorios, surge una ilusión de estallido: una épica sostenida por medios inexistentes, influencers sin comunidad material y liderazgos desconectados de las relaciones de fuerza reales. La censura se juega allí, en esa fractura entre discurso y territorio, donde la política mediática suplanta a la política efectiva. Administran el tiempo de quienes quieren un proyecto político, y lograron convertir su trabajo en contenido endogámico que alimenta sus arcas.

Preemergencias: lo que todavía no se nombra

Williams ofrece un concepto clave para comprender este momento: las estructuras del sentir. Antes de que lo emergente se vuelva discurso, existe un estado de preemergencia: afectos dispersos, intuiciones todavía sin nombre, malestares que ya operan como fuerza histórica aunque no encuentren reconocimiento.

Las estructuras del sentir no son ideologías ni programas; son formas de experiencia vivida que circulan en el arte, en la literatura, en la conversación cotidiana. Allí se produce hoy una disputa crucial: qué sensibilidades serán incorporadas, cuáles serán ridiculizadas o reducidas al silencio, y cuáles podrán convertirse en horizonte político.

C. Wright Mills advertía en La Promesa que la mayoría de las personas no logra ver la conexión entre su biografía y la historia, entre sus problemas personales y las transformaciones estructurales. Lo que necesitan es una "cualidad mental" capaz de articular la información con la razón para comprender el mundo y, sobre todo, para comprenderse en él.

La censura contemporánea ataca exactamente esa capacidad. No solo silencia voces: sabotea la posibilidad de construir una imaginación sociológica que permita interpretar la propia vida dentro de procesos históricos más amplios. Lo que está en juego no es solo la libertad de expresión, sino la libertad de comprensión.

Este profundo problema de identidad debería ser estudiado desde la salud mental integral, verificando los problemas psicosociales que origina la alienación mediática.

La censura ya no es prohibición estatal: es desaparición algorítmica, pérdida de diversidad en las representaciones, despriorización comercial, reducción del alcance, invisibilización del conflicto.

Llamamiento

Si la batalla cultural se libra en el plano del sentir, la censura lo hace en el plano del callar interior: ese punto donde lo que se piensa deja de poder decirse y, finalmente, deja de poder pensarse. Por eso urge activar denuncias, proteger a comunicadoras y periodistas, y exigir transparencia algorítmica. No hay democracia posible sin un espacio público donde lo emergente pueda nombrarse y donde las mujeres -especialmente- no tengan que exponerse a la violencia para ejercer su derecho a hablar.

La censura del presente no clausura ideas: clausura futuros. Y ese es un lujo que un país en crisis nunca se puede permitir.

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