El último refugio de la humanidad frente a los algoritmos: la consciencia
5 de abril: Día Internacional de la Conciencia, el susurro invisible que nos separa de las máquinas. Desde la psicología, se la entiende como ese estado de "darse cuenta" o "estar presente".
Hay palabras que parecen dormidas, como si nunca hicieran ruido, pero que cuando se pronuncian nos sacuden con una fuerza que ni siquiera entendemos del todo. "Conciencia" es una de ellas. No hace falta más que nombrarla para que algo dentro de uno -por más duro, distraído o descreído que sea- se ponga a hablar bajito. Porque la conciencia no grita. Susurra. Molesta. Raspa. Y, a veces, no deja dormir.
¿Qué es realmente la conciencia?
Desde la psicología, se la entiende como ese estado de darse cuenta. La capacidad de observar lo que ocurre dentro y fuera de uno. Estar "presente" en el acto de pensar, sentir, actuar. Freud la ubicaba en la cima de una estructura psíquica, rodeada por sombras (el inconsciente) que empujaban desde abajo. Para él, la conciencia era apenas un farolito encendido en una caverna gigantesca.
En cambio, la psicología cognitiva moderna la estudia como un proceso atencional, algo que se puede mapear con imágenes cerebrales y que depende de redes neuronales bien definidas. Ni tan romántico ni tan oscuro, más bien técnico. Pero ni siquiera los más exactos logran decir del todo qué la prende.
En un mundo que corre, grita, vende y distrae, escuchar nuestra conciencia sigue siendo el acto más subversivo de todos.
La conciencia según la medicina
Desde la medicina tradicional, la conciencia tiene su propia lógica: es el estado de alerta neurológico. Se la evalúa en escalas, como si la profundidad de un ser humano pudiera medirse como la temperatura. Hay conciencia plena, obnubilación, sopor, coma. Para el médico clínico o el neurocirujano, la conciencia se apaga o se enciende, y hay que ver si responde a estímulos, si abre los ojos, si habla. Pero eso es solo la superficie. Porque ninguno de esos signos dice si una persona se arrepiente, si sueña, si reza, si ama o si carga una culpa.
Y ahí empieza otra historia.
Las religiones y la conciencia
Según el cristianismo
La conciencia es la voz de Dios en el corazón del hombre. Es ese testigo interior que aprueba o condena nuestras acciones cuando nadie mira. San Agustín hablaba de ella como el santuario interior, más íntimo que la propia intimidad. Y Jesús, en los Evangelios, no apunta a la ley externa, sino a esa moral que susurra desde adentro. Es lo que permite al pecador arrepentirse, pero también lo que lo deja en carne viva hasta que lo haga.
La conciencia en el judaísmo
Se cruza con el concepto de teshuvá, el retorno. El arrepentimiento no es solo un acto espiritual, sino un viaje que requiere inteligencia, memoria y coraje. Para el judaísmo, la conciencia no es algo pasivo: se construye con estudio, con actos, con justicia. No es un juez que te espera, sino una brújula que hay que afilar todos los días.
Según decía Mahoma
En el islam, la conciencia es taqwa, una especie de "temor reverente" hacia Alá. Es una forma de vivir en vigilancia espiritual, atento al bien y al mal. La conciencia es lo que te mantiene en el camino recto. Y como en otras religiones del Libro, también es ese espacio donde se lucha en silencio entre lo que se desea y lo que se debe.
En el budismo
La conciencia es un fenómeno más escurridizo. Se la entiende como un flujo constante, impermanente, que se observa desde la meditación. No hay un "yo" fijo que posea conciencia, sino conciencia como parte de la experiencia misma. El ego es ilusión, y la iluminación ocurre cuando uno logra ver la conciencia sin interferencias. No hay culpa, hay comprensión. No hay castigo, hay causa y efecto.
"Tengo un cargo de conciencia"
¿Qué es eso? ¿Una mochila? ¿Un ladrillo en el pecho? ¿Un murmullo que no cesa? Es el eco de algo que hicimos -o no hicimos- y que no cierra. El alma se queda como una puerta mal cerrada, que golpea con cada viento. El cargo de conciencia no es otra cosa que la memoria con juicio. Lo que hicimos y lo que deberíamos haber hecho chocando en la cabeza como dos trenes a distinto horario.
¿Cómo se alivia? A veces, con el perdón. Otras, con el acto contrario. Decir lo que no se dijo. Hacer lo que se evitó. Pedir disculpas, llorar, escribir, hablar con quien uno dañó, o con uno mismo. Y, claro, hay quienes eligen la confesión. Otros la terapia. Algunos solo el silencio. Pero nadie sale ileso de cargar conciencia durante mucho tiempo. Algo duele. Y lo que duele, enseña.
Conciencia e inteligencia artificial
¿Puede tener conciencia una IA? No. Podrá escribir como un poeta, pintar como un impresionista, responder como un sabio, pero no sabrá nunca por qué lo hace. La conciencia humana incluye un componente que no se puede programar: la experiencia subjetiva. El darse cuenta de que uno está vivo. Y eso no se copia, no se simula, no se fabrica.
Una IA puede detectar patrones, incluso predecir decisiones, pero no sentir culpa, ni vergüenza, ni duda, ni ternura. Y, sin embargo, cada vez más se la quiere humanizar. Porque nos gusta la idea de que algo que no somos nosotros pueda entendernos del todo. Pero es una trampa: la conciencia, ese susurro incómodo, sigue siendo solo nuestra.
Tal como Yuval Noah Harari expresa en su ensayo Nexus, la única diferencia insalvable entre los algoritmos y el ser humano es la conciencia.
¿Por qué celebramos este día?
Tal vez, por eso, celebramos este día. Para no olvidarnos de lo único que no nos pueden quitar, ni vender, ni reemplazar: esa vocecita que no se calla ni con cien pantallas encendidas.
Y en un mundo que corre, grita, vende y distrae, escucharla sigue siendo el acto más subversivo de todos.
Y tal vez, también, el más necesario.
Conciencia y poder: la deuda más profunda
Porque si pudiéramos medir la conciencia -ponerle una escala, un sensor, una luz que se prenda cuando alguien decide algo que afecta a millones-, ojalá brillara con más fuerza en quienes tienen el poder. En los que firman decretos, en los que reparten presupuestos, en los que sellan el destino de pueblos enteros con una lapicera. Ojalá les pesara en la conciencia que mientras crecen los súper ricos, se multiplica la gente sin techo, sin pan, sin voz.
Ojalá que la conciencia -esa que no aparece en gráficos ni en balances- sea algún día lo que incline la balanza. Que sirva no solo para dormir con la almohada tranquila, sino para despertar en serio. Para que alguna vez construyamos, entre todos, un mundo más justo, más equitativo... más humano.