SOCIEDAD

Aporofobia: el miedo a los pobres que hoy gobierna

No es un término inventado en estas tierras. Fue acuñado por la filósofa española Adela Cortina, que no hablaba de otra cosa que del desprecio social hacia los pobres por el solo hecho de serlo

Adrián Characán
Adrián Characán

Los argentinos estamos acostumbrados a ponerle nombre a las cosas. A la picardía le decimos "viveza criolla", al ajuste le decimos "sinceramiento", y a la exclusión -ese acto sistemático de empujar a millones fuera del sistema- le estamos empezando a decir por su nombre real: aporofobia.

Aporofobia: el miedo a los pobres que hoy gobierna

No es un término inventado en estas tierras. Fue acuñado por la filósofa española Adela Cortina, que no hablaba de otra cosa que del desprecio social hacia los pobres por el solo hecho de serlo. No se trata de miedo al crimen, ni de rechazo al que delinque. No. Es aversión al que no tiene. Al que no puede. Al que molesta por ser el espejo de una sociedad que prefiere no mirarse.

Y entonces, uno empieza a entender muchas cosas. Empieza a ver que no es casual el tono con que el presidente Javier Milei se refiere a los planes sociales, o cómo el gobernador Cornejo decide a quién le recorta y a quién le garantiza impunidad. No es una cuestión de economía: es ideología. Es un desprecio visceral por el pobre, un odio a lo que representa. Porque el pobre interpela. Porque existe, porque incomoda, porque no encaja en su plan de país. Y entonces molesta.

Pero claro, el problema no son ellos. El problema somos nosotros. Nosotros, los que no llegamos a fin de mes. Nosotros, los que laburamos y aun así vivimos con lo justo. Nosotros, los que quedamos fuera del mercado, fuera del "éxito", fuera de las estadísticas que muestran "crecimiento" mientras se multiplican los comedores.

La aporofobia no es un sentimiento individual: es política de Estado. Se expresa en la quita de subsidios, en el vaciamiento de la salud pública, en la estigmatización del que cobra una pensión o el que pide trabajo en vez de quedarse callado. Y lo más grave: cada medida que se toma desde el poder, cada ajuste, cada privatización, cada achique, suma nuevos aporófobos. Porque al pobre se lo convierte en enemigo. Y al enemigo, ya sabemos: se lo elimina, aunque sea simbólicamente.

¿Podemos salir de este círculo?

Juan Domingo Perón  lo hizo. Cambió la historia de la Argentina cuando se paró del lado del peón rural, del obrero metalúrgico, de la costurera que vivía en conventillo. Y claro, también pagó su precio: el odio eterno de quienes se sintieron desplazados del Olimpo de la desigualdad. Nacería el antiperonismo.

Aporofobia: el miedo a los pobres que hoy gobierna

Cuenta la historia que Patrón Costas -uno de los grandes terratenientes del norte argentino- se quejaba con Perón porque uno de sus peones tuvo la osadía de mirarlo a los ojos y pedirle un aumento. Como si eso fuera pecado. Como si el pobre no tuviera ni siquiera derecho a levantar la cabeza. Perón lo permitió. Y esa mirada, esa palabra dicha, esa paritaria incipiente, fue el principio de una revolución.

Sí, pudimos también. Lula da Silva lo hizo en Brasil. Sacó a millones del hambre, les dio dignidad, les dio futuro. Claro que el precio fue alto. Terminó preso, acusado por quienes no toleran que un obrero llegue al poder. 

Aporofobia: el miedo a los pobres que hoy gobierna

Hoy, en cambio, nos quieren hacer creer que los derechos son privilegios. Que la justicia social es gasto. Que la dignidad es un lujo. Y todo eso, en paralelo a un crecimiento obsceno de las fortunas de los de siempre. Porque mientras a vos te ajustan el bolsillo, hay quienes se compran aviones. Mientras vos pagás la carne en cuotas, hay quienes reparten dividendos en dólares.

La aporofobia es eso: un país que se avergüenza de sus pobres, pero no de sus ricos.

Y la pregunta es simple: ¿vamos a aceptarlo? ¿Vamos a resignarnos a ser el nuevo enemigo? ¿O vamos a pelear, como lo hicimos otras veces, por un país donde no tengamos que pedir permiso para levantar la mirada?

Porque un país que odia a sus pobres está condenado a extinguirse. Pero un país que los abraza, que los incluye, que los escucha, todavía puede salvarse.

Todavía estamos a tiempo. Y como dijo Víctor Heredia: todavía cantamos, todavía pedimos, todavía soñamos.

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