José Ceferino Palma: un guerrero de la libertad, sepultado en el olvido
Su nombre, hoy casi borrado por el paso del tiempo, se desliza entre las sombras de nuestra historia. Hombre de confianza del General José de San Martín, cruzó dos veces Los Andes, vivió el fragor de la campaña libertadora y dejó su huella en la historia de Mendoza. Pionero en obras de irrigación y productor agrícola. Esta es la vida de uno de los imprescindibles de nuestra provincia.
¿Quién fue verdaderamente este hombre? ¿Qué secretos de guerra y patria llevó consigo al silencio eterno? Su nombre, hoy casi borrado por el paso del tiempo, se desliza entre las sombras de nuestra historia.
Por Orlando Pelichotti
Estamos en el lejano julio de 1816. Mientras en Europa un impiadoso "eterno invierno", azotaba a casi todas las ciudades, ocasionando miles de muertes, también se vivía la etapa de reacomodamiento político y social tras el colapso del Imperio Napoleónico, en nuestra Mendoza un joven de apenas 19 años dio un paso que marcaría su destino: respondió al llamado de la libertad. No lo hizo con gloria ni estruendo, sino con una convicción silenciosa. Se alistó en el legendario Ejército de los Andes, bajo el mando de su amigo, su guía, su mentor: el entonces gobernador intendente de Cuyo, José de San Martín.
No fue el filo de su espada el que escribió su historia. Su misión, menos visible pero igualmente decisiva, fue otra: con el grado de teniente, organizó y condujo los escuadrones de mulas que transportaban pertrechos, provisiones... y esperanza. Fueron ellos quienes lograron lo imposible: cruzar la indomable cordillera mientras la caballería avanzaba, dividida en varias columnas, hacia Santiago de Chile. Hoy, su nombre apenas resuena. Pero entre el eco de las montañas y el susurro del viento altoandino, su espíritu aún camina. Silencioso y firme.
El viento Zonda comienza a soplar aires con historias
Una vez más, junto a Diario PORTADA, nos aventuramos por la avenida principal del Cementerio de la Ciudad de Mendoza. Es tarde, viento Zonda, como si él trajera memorias de otros tiempos, mientras el sol se filtra entre las sombras de los cipreses, y el trinar persistente de los pájaros parece custodiar secretos antiguos, que nos obliga a detenemos frente a un sepulcro centenario. Su estructura, de cemento alisado, aún resiste con entereza el paso del tiempo. Lo corona un frontón triangular que, con sobria solemnidad, anuncia: "Sepulcro de la familia Palma".
Tras la herrumbrada reja de hierro en la puerta de madera oscura, un detalle nos llama la atención: un viejo clavel blanco, artificial, olvidado quizá por décadas, permanece allí como único testigo. Adentro se observan varios ataúdes con los restos del teniente coronel Don José Ceferino Palma, y muchos de sus familiares, un nombre que resuena entre las crónicas del pasado, pero no en el presente.
Del niño José al teniente Palma
Nació un jueves, 25 de agosto de 1796, en la Mendoza, (Corregimiento de Cuyo, Virreinato del Río de la Plata, Imperio Español), campo adentro de Tupungato, bajo el cielo diáfano de la cordillera. Hijo del español Pablo Palma (1756-1822) y Margarita Zensano Molina (1775-1851), su nombre fue inspirado por el santoral del día: San José de Calasanz. Bautizado el 11 de septiembre en la antigua Parroquia Matriz, aunque desde pequeño parecía estar más cerca de las bestias que del altar.
Magro, alto, silencioso. Un muchacho solitario que prefería el roce tibio de los animales al bullicio del Cabildo de Mendoza. Su vida de infancia transcurría entre los campos familiares y las caballerizas, donde aprendió, el arte de criar y entender a los mulares -esas criaturas obstinadas que serían clave en el cruce más audaz de la historia americana.
Corría septiembre de 1814 cuando el destino golpeó la puerta de la familia Palma. A Mendoza había llegado un hombre de mirada firme y sueños libertarios: Don José de San Martín, recién nombrado Gobernador Intendente de Cuyo. En una reunión social, el joven José Ceferino -apenas un muchacho con tierra bajo las uñas y ojos encendidos por la curiosidad- cruzó palabras con el Libertador. Desde ese instante, nació una relación de respeto y confianza que cambiaría su vida para siempre.
En febrero de 1815, se alistó en el Ejército de los Andes con el grado de teniente. No era un soldado común: ofreció más de 200 mulas y casi toda la caballeriza familiar. Su conocimiento fue muy importante en la logística del cruce y pasó a formar parte del Escuadrón de Cazadores a Caballo, bajo el mando de Mariano Necochea -sobrantes de los míticos Granaderos a Caballo- que partirían hacia la libertad soñada.
Bajo el sol de Mendoza, después de Chile libre
Regresó herido, maltrecho, pero con la mirada intacta. Había cruzado dos veces Los Andes, vivido el fragor de la campaña libertadora, y dejado su huella en la historia. El teniente José Ceferino Palma volvía a Mendoza tras haber servido con distinción en la columna principal del Ejército de los Andes, aquella que, al mando del brigadier Juan Gregorio de las Heras, marchó por el implacable paso de Uspallata.
No fue un viaje simbólico. Palma estuvo ayudaba a la organización de un impresionante número de animales: más de 1.600 caballos y 9.281 mulas (7.359 de silla y 1.922 de carga). En cada batalla librada en suelo chileno, su presencia fue activa, según consta en las fojas del Archivo General de la Nación.
Tras la victoria, el ahora teniente coronel, no regresó de inmediato. Permaneció en Santiago de Chile, colaborando en la reorganización del nuevo gobierno independiente. Allí, por méritos de campaña, fue ascendido a teniente coronel.
Su vuelta a Mendoza no estuvo libre de dramatismo: su mula desbarrancó en plena travesía y Palma resultó herido. Sin embargo, llegó -casi a rastras- por pedido del mismísimo General José de San Martín, quien requería hombres de confianza para la seguridad del territorio cuyano, una región clave para sostener la independencia lograda.
Con el paso de los años, Palma dejó atrás las campañas militares y volvió su mirada a la tierra. Se asentó en Tupungato y en Luján de Cuyo, donde comenzó una nueva empresa: la del desarrollo agrícola. Fue pionero en obras de irrigación que ampliaron al triple la superficie cultivable. Sus terrenos fueron adquiridos a precios bajos, generando empleo y expandiendo la producción.
Por aquellos años, Mendoza no era más que un territorio disperso, con algo más de 40.000 habitantes. Pero con figuras como Palma -hombres que cruzaron la historia y luego echaron raíces-, comenzó a crecer desde el surco, no solo desde la espada.
Hoy su nombre se diluye en los registros polvorientos, pero si uno mira con atención entre los canales de riego de Tupungato y los llanos que alguna vez vio recorrer en mula, aún se percibe su legado: el de un hombre que, después de ser parte de la liberación de una nación, supo sembrar otra.
Historias de amor, sangre y deshonras
Tras la gloria en tierras hermanas de Chile, lo esperaban las sombras largas de una vida compleja, tejida entre la tierra, los pasillos del poder y los secretos familiares. Cuando se le preguntaban detalles de su vida militar y de la experiencia en Chile, nunca reveló detalles importantes, es que se sabe que muchos oficiales juraron el silencio eterno.
Dicen que vivió tres vidas, y en cada una de ellas amó, luchó y fue padre. Su primera esposa fue Martina Galigniana Castelli, con quien contrajo matrimonio el 9 de julio de 1819 en la parroquia San Vicente de Mendoza. De esa unión nacieron seis hijos: Juan Bentura, Juan Isac del Carmen Buenaventura, luego vendrían Dominga Flora Enriqueta, Jacinto Restituto, José Natalio y Fenelon.
Juan Palma Galigniana, quien haría historia propia como el primer Juez Federal y Gobernador Interino de Mendoza en 1857. Juan se casó con Amelia Godoy Palma, descendiente directa de Tomás Godoy Cruz, cerrando así un círculo de poder y linaje.
La historia dio un giro inesperado con su segundo matrimonio, esta vez con la joven Dolores Jurado Molina. Se casó el 22 de julio de 1833, ambos eran primos en segundo grado por ser respectivamente nietos de dos hermanos Molina (tuvieron que tramitar entonces, por ello la dispensa eclesiástica). Dolores murió joven el 12 de junio de 1838 con 28 años.
De esta unión nacieron otros seis hijos, cuyos nombres, en la actualidad nos suenan larguísimos y solemnes, parecieran salidos de una novela: Juan Ventura, Isaac del Carmen, Dominga Flora Henriqueta, Jacinto Restituto, José Natalio y Fenelón, este último fallecido en 1879, casado con Adelaida Barroso.
La vida le dio un tercer y último matrimonio, cuando conoció en julio de 1839 a la joven Josefa Echenique Pescara, y se casaron el 12 de septiembre de ese mismo año, en la misma parroquia de San Vicente Ferrer -hoy parte del departamento de Godoy Cruz-. Con ella, José Ceferino tuvo nueve hijos más. Entre nombres largos, bautizos y fechas que llenan los libros parroquiales, ellos fueron Florinda Olimpiades del Corazón de Jesús, Dolores Elena, Carmen Sabas Matilde, Eulalia, Lucila, José Ceferino, Juana Aureliana, Margarita de la Cruz, Manuela Emilia y Pablo Damián (murió con apenas dos meses de vida). La vida de Palma estuvo marcada por los nacimientos... y también por las pérdidas, y de donde emerge un dato silencioso y potente: en total fue padre de 19 hijos, al menos reconocidos en su testamento.
En un apartado especial, aclara: "Mando y es mi voluntad, que si mi hijo Don Fenelon Palma, insiste en su capricho y toma estado con la mujer llamada Adelaida García, alias Barroso, contra mi voluntad y la de todos sus hermanos, en deshonra de toda la familia, lo desheredo por la mancha con que nos deshonra, que esto se ordene en una cláusula", la historia hizo que ese hijo cobrara su parte de la herencia y luego de cinco años se casara con ella.
Pero el misterio no termina allí. Entre los pliegues del extenso testamento, aparece un nombre que no menciona anteriormente: Amelia Palma de Godoy, hija natural de Don Palma, nacida de su relación con Gloria Videla de Rivero. Un eslabón oculto en una cadena de sangre extendida por generaciones. Cabe recordar, que en momentos de la redacción testamentaria doce hijos aún vivían.
Finalmente, cuando la muerte tocó su puerta, el 12 de mayo de 1857, a la edad de sesenta años fue sepultado con su uniforme militar, como un soldado que nunca abandonó su puesto. Lo acompañaron hasta el antiguo cementerio sus camaradas de armas, familiares y una importante multitud de vecinos. Así lo relató El Constitucional de Los Andes, en una nota, y que aún se conserva en la Hemeroteca de la Biblioteca Pública San Martín.
En el nombre de Dios, todo poderoso. El testamento de Palma: 495 fojas de legados y misterios
En sus últimos días, José Ceferino Palma, ya vencido por una enfermedad que le impedía escribir, dictó con dolor y precisión las palabras de lo que sería uno de los testamentos más extensos y reveladores conservados en el Archivo General de Mendoza: 495 fojas impecables, aún hoy en perfecto estado.
El documento, cuya redacción postmortem comenzó el 16 de junio de 1857 y se cerró casi dos décadas después, el 4 de abril de 1878, ha sido redescubierto gracias a la paciente investigación de la técnica archivista Alicia Guevara.
El aire en la sala de lectura del Archivo General de Mendoza se impregna con el aroma denso del papel antiguo. En la carátula, un nombre: Juez Lima, encargado de tramitar la obra póstuma de un hombre que no solo cruzó los Andes, sino también los límites de la vida civil, agrícola y política de Mendoza. Entre sus declaraciones, una frase resuena con fuerza:
Declaro que todo el ganado que hay en la estancia, en los potreros de mi hacienda en Luján de Cuyo, como yeguas y caballos... son míos, como también son sabedores mi mujer y mis hijos.
Se detallan también tierras en el actual departamento de Guaymallén sobre la calle 25 de Mayo 1126, en la parte sur de la finca, cuyo frente estaba sobre el Carril Nacional (hoy Bandera de los Andes), detalla otras tierras, mucho ganado, caballerías y casas en Luján de Cuyo y en el departamento Tupungato.
Y una última voluntad, cargada de simbolismo:
Se me entierre en el cuadro donde los Hermanos del Santísimo Sacramento, ya que soy hermano de dicha cofradía.
Palma no dejó solo tierras y ganado. Dejó también una estela de poder, secretos y silencios que, con cada hoja revelada, siguen escribiendo historia.
El eco de un hombre que aún cabalga en la historia
Mientras el sol se filtra entre las añosas coníferas del Cementerio de la Ciudad de Mendoza, su director José Curia nos guía por la avenida principal, donde el tiempo parece haberse detenido. Allí, erguido como un guardián silencioso, se alza el mausoleo perpetuo de José Ceferino Palma, y de su familia, uno de los más antiguos del camposanto y testigo de generaciones enteras. No es muy alto, tiene un nivel subterráneo y en la parte superior a la derecha tiene una gran copa de cemento, la de izquierda ya se cayó, solo se muestra su base.
En sus muros, el mármol lleva grabados nombres que el terremoto de 1861 arrancó de la vida, pero no del recuerdo.
Aquí descansan muchos de los suyos, Hilda Fernández, Juan H. Palma, Elena Palma, Carmen Fernández.
Dice Curia, señalando los nombres tallados en una lápida de mármol blanco, que están encerrados por dos antorchas que iluminan hacia abajo, coronadas por una corona de laureles, vínculos eternos que aún se narran entre las grietas del sepulcro. Luego nos alejamos despacio.
Hoy, su nombre apenas sobrevive en los archivos oficiales. No hay estatuas, calles ni plazas que lo nombren. Pero su presencia se intuye -como un susurro entre el viento y los álamos- en cada arriero que cruza la cordillera, en cada canal de riego que fecunda la tierra cuyana, en cada página amarilla que aún tiembla en los archivos. Los pasos de Palma ya no suenan sobre la tierra, pero los ecos de su galope invisible siguen atravesando la historia. Porque sabido es que hay vidas que, aunque olvidadas por la memoria colectiva, nunca terminan de irse del todo.
Por Orlando Pelichotti
Fuentes consultadas:
- Carpeta 44, Época Independiente, Sección Judicial.
- Testamentaria, que se conserva en el Archivo General de Mendoza.
- Cementerio de la Ciudad de Mendoza.
- Diario El Constitucional de Los Andes.