Lo que se apaga cuando se apaga el teatro
Como la cuerda en la que camina el equilibrista. Como el teatro en la cultura de un pueblo. Qué queda de nosotros si dejamos morir al teatro. Si dejamos que lo conviertan en oficina, en expediente, en decreto.
Hay cosas que no se ven pero que sostienen. Como el andamio en una restauración. Como la cuerda en la que camina el equilibrista. Como el teatro en la cultura de un pueblo.
A veces me pregunto qué queda de nosotros si dejamos morir al teatro. Si dejamos que lo conviertan en oficina, en expediente, en decreto. Porque el teatro -ese rincón frágil donde se juntan la palabra, el cuerpo y el silencio- no es solo una actividad artística: es un refugio colectivo, un espejo incómodo, una trinchera. Y eso, tal vez, molesta.
En 1997, con más fe que presupuesto, nació la Ley Nacional del Teatro
Una ley rara en este país de decretos y parches. Una ley que soñó con un modelo federal, participativo, donde cada provincia pudiera decir: "acá también hacemos arte". Y no solo eso: lo hacemos con recursos, con voz, con dirección propia.
Así nació el Instituto Nacional del Teatro. Con concursos públicos, con auditorías, con presupuesto independiente. Un sistema transparente, austero y admirable. Pero también molesto. Porque no depende del Tesoro Nacional, porque no responde a favores ni responde al dedo. Porque demuestra que se puede hacer bien, sin robar, sin arrodillarse.
Hoy, todo eso peligra
El Decreto 345/2025 no es una modernización. Es un bisturí sin anestesia. Disuelve al INT como ente autárquico. Elimina más de la mitad de los artículos de la ley. Centraliza decisiones en despachos alejados del barro y la escena. Deja afuera a las provincias, borra la voz de los artistas, convierte la participación en trámite.
Dicen que hay que optimizar. Pero nadie puede optimizar el alma de una comunidad.
Lo que se pierde no es solo un instituto. Se pierde una política cultural ejemplar. Se pierden los referentes que con esfuerzo ganaron su lugar por concurso. Se pierde la equidad, la federalidad, la confianza. Se pierde la certeza de que la cultura no es un gasto, sino una inversión silenciosa, de esas que florecen en los márgenes, en los clubes de barrio, en los salones prestados, en los teatros independientes que no hacen temporada en calle Corrientes pero sostienen la dignidad de un pueblo.
Gustavo Uano, la voz autorizada
Al consultar a Gustavo Uano, ex director ejecutivo del INT hasta el año 2023, a pesar de ya no estar vinculado a la institución nos decia: "Desde su creación, el INT consolidó una política pública ejemplar, sostenida más allá de los cambios de signo político, que posicionó a la Argentina como referente regional en el desarrollo de las artes escénicas y transformó el mapa de desarrollo del Teatro Argentino. Modificar su estructura atenta directamente contra la Ley 24.800 y contra el espíritu democrático y colectivo que dió origen al Instituto, tras más de seis décadas de debate y consensos federales. Estas medidas no sólo implican la desfinanciación del sector y la paralización de su actividad, sino también una enorme pérdida de fuentes de trabajo en todo el país. Consideramos que se trata de un nuevo y grave ataque a la cultura nacional, a nuestra identidad y a los valores de inclusión, diversidad y acceso que el teatro independiente encarna."
Se pierde la dignidad de los que resisten con una lámpara y una silla
No se toca el teatro. No por nostalgia. Por futuro. Porque cuando lo público se hace bien, hay que defenderlo. Porque no queremos volver al tiempo en que los artistas mendigaban, sino al que podían crear. Porque sin teatro, la democracia pierde una de sus voces más potentes y honestas.
Y mientras tanto, las pocas voces que aún logran abrirse paso entre tanto ruido también son descalificadas. Ricardo Darín, palabra autorizada no sólo por su recorrido en cine y televisión, sino también por ser un hombre de teatro, hizo un comentario tan simple como profundo, no lo dijo en defensa del teatro ni desde una militancia explícita: cuestionó el valor de una docena de empanadas. No habló de ideologías ni de modelos económicos; habló de sentido común, de una realidad que duele. Pero enseguida fue ninguneado por el ministro Caputo -ese mismo que durante el macrismo era presentado como "un jugador de la Champions League"-, especialista en endeudar al país y facilitar la fuga de capitales. El ministro respondió con burla, como si el problema fuera Darín y no el país que ya no puede pagarse a sí mismo. Pero el foco no era el precio de las empanadas. El foco era -y sigue siendo- que hay algo que no está funcionando. Algo que se rompe por dentro mientras algunos celebran el "orden" desde sus despachos. Y ese mismo desdén con el que se desacredita a un actor que piensa, es el que ahora cae sobre el teatro en su conjunto. Porque lo que molesta no es la obra, sino la conciencia. No es el escenario, sino lo que se dice desde él.
Ricardo Darín no es un militante
Pero es un ciudadano que observa, que siente, que opina. Como lo hacía su hermana Alejandra Darín, desde un compromiso abierto con la cultura nacional. Como lo hacen cientos de artistas que no están en la televisión pero sí en las salas independientes, en los barrios, en las provincias, donde el teatro es resistencia y abrazo.
La respuesta de Caputo a Darín no es un hecho menor. Es, en realidad, una muestra más de un modelo de gestión que desprecia lo propio y se arrodilla ante lo ajeno. Ell ministro elige burlarse, deslegitimar y ridiculizar. Esta actitud no es aislada: es coherente con un proyecto de país entreguista, donde todo lo que huela a identidad, industria o soberanía es visto como un obstáculo a eliminar.
Este gobierno no solo erosiona nuestra industria nacional, sino que ataca pilares fundamentales de nuestra cultura, nuestro trabajo y nuestra historia. Lo hace con una lógica extranjerizante que beneficia a intereses foráneos, y que se alinea con una pérdida progresiva de soberanía territorial, económica, cultural y hasta espacial. La Argentina que proponen no es para los argentinos.
Si Martin Niemöller viviera, seguramente incorporaría a sus palabras una línea más.
Ese pastor alemán que sobrevivió a los campos nazis y en 1946 -con el alma desgarrada- escribió su célebre confesión, nos advirtió sobre lo que ocurre cuando el silencio se convierte en costumbre.
Primero vinieron por los socialistas, y no dije nada porque no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas, y no dije nada porque no era sindicalista. Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío. Luego vinieron por mí, y ya no quedaba nadie que dijera nada por mí.
Hoy, si pudiera ver lo que sucede, quizás diría:
Vinieron por la gente del teatro, y no hice nada porque no era del teatro.
Y lo diría con la misma vergüenza con la que escribió su poema, como quien despierta tarde del letargo moral.
Ojalá no tengamos que repetir su silencio. Ojalá no esperemos a que vengan por nosotros.
Porque hoy vienen por el teatro. Y callar -otra vez- es perder mucho más que un instituto.
El teatro no se privatiza, no se fragmenta, no se domestica.
Por eso esta ley -la Ley Nacional del Teatro- no es un privilegio. Es una conquista. Y defenderla es defender algo más que un presupuesto: es defender una forma de habitar este país con dignidad, con memoria.