Un viaje desde París con los inevitables recuerdos que provoca Souveniers
Esta semana, Alejandro Frías, consiguió develar un fragmento de una publicación de inminente aparición: Souvenirs, de Alberto Savinio. La destreza narrativa y a irreverencia sobre París y su esplendor
Vamos a tomarnos una licencia. Permiso.
En este espacio recomendamos siempre novedades, libros aparecidos recientemente, pero nos enteramos de que Partícula Editorial tiene entre sus títulos prontos a lanzar Souvenirs, de Alberto Savinio, y como siempre es un lujo y un gusto leer a Savinio, le pedimos a la gente de la editorial autorización para publicar un adelanto. Y aquí lo tenemos para nuestros lectores.
Antes, recordemos quién fue este escritor.
Alberto Savinio, seudónimo de Andrea de Chirico (sí, era hermano de Giorgio de Chirico), nació en Atenas en 1891, donde su padre trabajaba como ingeniero, y a la muerte de este se trasladó a Italia. Vivió en varios países y hasta fue enviado al frente macedonio como traductor, durante la Primera Guerra Mundial. Escritor, pintor y músico. Vinculado a las vanguardias de París, exploró la mitología y el absurdo. Cofundó el Teatro dell'Arte y expuso en Bernheim-Jeune. Destacan la obra musical Les chants de la mi-mort, y los libros Hermaphrodito y Contad, hombres, vuestra historia. Falleció en Italia en 1952.
Obra plástica de ALBERTO SAVINIO "La nave perduta"
El texto que presentaremos a continuación, titulado «Fiestas en tiempos de crisis», integra el libro Souvenirs, cuya contratapa nos adelanta: «El término uomo universale no parece tener, en nuestros días, un referente identificable: de un tiempo a esta parte, el catálogo de oficios a los que un ser humano puede responder se ha reducido a un plano unidimensional, restringiendo las múltiples capacidades que este supo acumular a lo largo de la historia. Alberto Savinio, hermano intelectual de Giorgio de Chirico y uno de los últimos ejemplares de la estirpe polimática, procuró agotar sus conocimientos en diversas artes. Al igual que un maleable Proteo, interpola en sus obras el oído en la escritura y la mano en la música. Tanto en los cuadros metafísicos como en las óperas líricas se vislumbra una fuerte predilección por el retrato. Es tan grande la fuerza centrípeta de esta búsqueda, que en Souvenirs hace implosionar el género, regalándonos postales inolvidables: desde Max Jacob a Apollinaire, pasando por Cocteau o la hija bastarda del emperador Francisco José, Savinio logra fijar en nuestro imaginario afectivo un París lejano y vibrátil. Un espacio de ensueño lleno de hombres y mujeres de saberes exquisitos y divinos.
Vayamos, pues a la lectura de este adelanto, una mirada crítica de Savinio al París de 1932.
Fiestas en tiempos de crisis
La crisis que estamos atravesando y que, dejando de lado cualquier presunción, estamos soportando con una resistencia mayor que la que mostraron los egipcios ante las siete plagas, habrá servido, si no para lograr beneficios concretos, al menos para arrojar una luz cruda y reveladora sobre los defectos específicos de cada pueblo, sus males crónicos y sus vergüenzas.
Este «desnudo» general ha sido posible, entre otras razones, porque ya no se utiliza esa diplomacia genérica y diluida ni su estilo eufemístico, que antes de la guerra confundía a todos los pueblos llamados civilizados en un mismo carácter rosado y amorfo.
Estamos presenciando un ajuste de cuentas colosal; y los pueblos, más o menos sacudidos por el paso de una época antigua a una nueva, han tenido que enfrentarse a un inevitable cuarto de hora de radiografía.
Ante la mirada fría de la diosa Contabilidad, ni siquiera Satanás puede ocultar que tiene patas de cabra y que es cojo.
Permítaseme, por una vez, descubrir América: la psicología de las naciones repite punto por punto la psicología de los individuos.
Tomemos como ejemplo la actitud psicológica de las distintas naciones ante la crisis. Estas se dividen en naciones que practican un optimismo forzado y naciones que adoptan un pesimismo igualmente forzado. (El uso del lenguaje financiero aquí no es casual y resulta más que adecuado.) Tanto el pesimismo de unas como el optimismo de otras reflejan la verdadera condición de los ánimos con muy poca fidelidad, una verdad sobre la que no vale la pena insistir.
Ahora bien, estas actitudes se encuentran también en el hombre, considerado como una entidad social. El hombre que tiene el valor de mostrarse sin engaños de ningún tipo es un ser muy raro. Por lo general, el hombre prefiere disfrazarse de hipocresía o, en los casos más benignos, recurrir a deformaciones comunes y habituales, que podrían llamarse coqueterías.
Ocultar los propios instintos puede justificarse por normas de cortesía o por la convivencia social. El concierto humano debe sonar en tono bajo y con el ritmo de un andante moderado. Cada individuo no debe mostrar a su semejante más que una manifestación parcial de su personalidad. Y cuando, en esa especie de cuadrilla que son las relaciones sociales, vemos a los caballeros maniobrar al son de la música y cambiarse las damas, sabemos bien que estos bailarines no son hombres completos, sino fragmentos de hombres, cuando no meros fantasmas.
Es una precaución muy útil. Si no fuera así, la sociedad humana se transformaría en una asamblea de caníbales, sátiros y asesinos. No creo, por mi parte, que tal transformación constituiría un daño muy grave, pero ciertamente crearía una situación peligrosa, y la mayor preocupación del hombre civilizado, su instinto dominante, es, como todos sabemos, huir del peligro.
Lo que me parece mucho menos justificable es el empeño con que el hombre oculta no solo sus instintos, sino también sus necesidades, sus exigencias más naturales e incluso su estado físico. Por mi parte, nunca he logrado entender por qué alguien, que tiene un pie en la tumba insiste en decir que está perfectamente; por qué otro, que goza de excelente salud, quiere hacernos creer que padece los peores males; por qué otro más, que vive en la miseria, pretende aparentar que no repara en gastos, y, finalmente, por qué alguien que es inmensamente rico insiste en aparentar que debe economizar.
No ignoramos, desde luego, que este juego de esconderse, estos pudores del hombre social son residuos lejanos de principios morales venerables y sagrados.
Pero además de que el cordón umbilical que unía a unos con otros hace tiempo que fue cortado, yo, por mi parte, considero agotador tener que restar el engaño a todo lo que se nos dice y muestra, y absurdo tener que navegar continuamente entre perspectivas falsificadas a propósito.
París es una dama con un pasado brillantísimo. Durante años, París creyó que no solo pertenecía a una especie privilegiada, sino a una especie única. Y no podemos considerar esa creencia como una ilusión, porque de los cuatro puntos cardinales toda la humanidad le gritaba con voz unánime: «Tú eres la capital del mundo».
Declaraciones como esta pueden marear incluso a las mentes más sólidas. ¿Por qué sorprenderse, entonces, si esta dama, envuelta todavía en sueños y espejismos, sigue creyendo que fuera de sus límites los hombres visten pieles toscas, combaten a las fieras con lanzas de piedra y, al caer el sol, se refugian en chozas sobre pilotes?
Sin embargo, un día, algunos viajeros, llegados de lejos, narraron que en otros puntos del mundo habían surgido metrópolis más modernas, brillantes y adaptadas al espíritu de los tiempos. Estas noticias, confirmadas poco después por el telégrafo, hirieron profundamente el corazón de la dama. Pero, después de todo, los viajeros son fanfarrones por naturaleza, y el telégrafo es un aparato cruel y despiadado.
Otro día, sin embargo, la crisis comenzó a hacer estragos en el mundo y avanzó hacia el departamento del Sena como una nueva invasión de bárbaros.
«¡Sin miedo!», gritó la dama. «La crisis desecará al mundo, lo exprimirá, esparcirá sal sobre los campos desolados, pero a mí, que soy la Capital Invulnerable, no me afectará».
No obstante, la crisis, feroz e implacable como las hordas de Alarico, llegó a los pies de la dama, atacando sus encajes, su crinolina y ese increíble arsenal de cosméticos que le da, a su rostro lleno de siglos, una apariencia de esplendor eterno.
Pero en este punto ocurre el milagro. Con ese heroísmo impasible y frío, cuyo secreto solo conocen las personas de cierta edad, la dama se endurece en el esfuerzo y opone al enemigo esa expresión de «como si nada», que es el grado supremo del buen tono, el fruto más maduro del savoir vivre.
En cuanto a la actitud francesa frente a la crisis -dicho en palabras sencillas-, la República del Gallo, tras un desesperado abandono al pesimismo más negro, ha pasado en estos últimos tiempos a un optimismo tanto menos convincente cuanto que se manifiesta con el tono de un tema obligado, de una consigna, de aquello que «hay que decir». Nuestros recuerdos son aún demasiado recientes como para que una postura de este tipo no nos recuerde el optimismo de ciertos comunicados de guerra, que hablaban de una «moral altísima», cuando en realidad se trataba de derrotas en toda regla.
¡Sursum corda! París muestra una sonrisa tan forzada que, si se observa de cerca, no es más que una mueca histérica. ¡Qué falange macedonia! ¡Qué carro triunfal!
¡Qué último cuadrado de Waterloo! Una postura obligada, porque a los franceses les convenía, sobre todo, salvar la grande saison de París. ¿Qué imagen habría dado la Capital del Placer si los treinta días de junio de 1932 hubieran transcurrido como treinta días de letargo, treinta días de jaqueca, treinta días de crisis?
Para una ciudad tan coqueta como París, las condiciones de salud económica no pueden evaluarse más que por el número de fiestas, bailes, galas teatrales y carreras de caballos, que, para la mayoría, y frente a un mundo malhumorado y desentonado, son las manifestaciones más características de esta capital.
Ahora, con todo ya realizado, y para demostrar que París está al resguardo de cualquier asalto económico, de cualquier ofensiva financiera, los periódicos no dejan de exaltar el gran éxito de la Saison 1932, que no solo ha sido de las más brillantes, sino que ha recuperado ese estilo bien français que la opulencia cosmopolita de los últimos años había comprometido y contaminado.
Uno de los pasatiempos preferidos de la sociedad «moderna» de París consiste en evocar, con evidente intención humorística, la llamada época del siglo XIX. El 1800 -con su estilo art nouveau, la moda de las bicicletas (alias velocípedos), las mangas jamón, las barbas y bombines de los hombres, la visita del Presidente de la República al Zar, los primeros automóviles (alias teuf-teuf), la Exposición Universal y los cuellos aller-et-retour- es considerado por los parisinos à la page como la época ridícula por excelencia.
Ahora bien, en lo que a nosotros respecta, hemos asistido a un buen número de festejos que constituían los eventos más destacados de la Gran Temporada de París de 1932: la temporada de la crisis. Fuimos a escuchar la Ópera Rusa en el teatro de la Opéra Comique, donde, en ausencia de grandes placeres estéticos, disfrutamos de un intercambio de insultos eslavos entre el bajo Chaliapin y el director de orquesta. Presenciamos un espectáculo de los Ballets Rusos de Montecarlo que, al querer evocar demasiado de cerca los fastos extintos de los ballets de Sergei Diaghilev, transmitían una melancólica impresión de vieja cromolitografía, de aves disecadas y flores artificiales.
Asistimos a la inauguración de la exposición de Picasso, donde, con pesar, nos vimos obligados a admitir que, perdido todo espíritu heroico y desinteresado, el llamado «arte moderno» no es más que un artículo de primera necesidad para una sociedad burguesa en decadencia. Fuimos al Grand Prix de Longchamp, donde la sorprendente proliferación de sombreros de copa grises y de pantalones grises agitándose nos daba la sensación de estar participando en un funeral de muertos a medias. Finalmente, presenciamos la solemne conmemoración de Claude Debussy, ese hombre de cera con ojos de cuerno, ese salchichón arrugado y barbado que, olvidando que la música más alta y feliz es una música clara, precisa y cristalina, inventó una música llena de corrientes de aire, que al que se queda escuchándola corre el riesgo de pescar una pulmonía doble o, en el mejor de los casos, un clásico resfriado de tres días.
En todas estas manifestaciones reconocimos con horror algo forzado y, además, anacrónico, fuera de moda, que nos dejó una triste melancolía de flores marchitas, velas apagadas y platos vacíos tras una comida terminada.
En resumen, la gran temporada de París de 1932 nos causó ese mismo efecto, entre ridículo y lastimoso, que el «ridículo» siglo XIX, con su estilo art nouveau, sus barbas y sus bombines, provoca en los parisinos à la page.
Ahora bien, mirarse al espejo y verse anticipadamente en estado de cadáver, mientras se sabe que aún se posee una sólida anatomía cubierta de buenos músculos y carne firme, es un espectáculo tan lamentable como desalentador.
París, julio de 1932