Gobernar desde prisión: Trump, el poder nuclear y la democracia que tolera lo intolerable
Mientras el sistema constitucional de Estados Unidos permite que un presidente continúe en funciones incluso tras una condena penal -dejando al Congreso la única vía para destituirlo mediante impeachment- en la Argentina las condenas judiciales suelen implicar inhabilitaciones políticas profundas. La posibilidad teórica de que un presidente estadounidense gobernara pese a hallarse condenado pone en evidencia una lógica diferente a la argentina, donde figuras como Cristina Fernández de Kirchner y Guillermo Moreno quedaron excluidas del ejercicio de cargos públicos tras sentencias que incluyen proscripción política. La nota analiza estas diferencias institucionales y cómo se activa -o no- el juicio político en cada sistema.
La sola idea parece sacada de un guion de cine, pero en el sistema político de Estados Unidos no es una quimera jurídica. La Constitución norteamericana no prevé que una condena penal automática obligue a un presidente a dejar el cargo. En ausencia de una remoción vía juicio político, un mandatario puede continuar ejerciendo sus atribuciones, incluso en circunstancias inesperadas o extremas, con acceso formal a las decisiones más profundas del poder estadounidense, incluyendo el control último sobre la política externa, el aparato militar y el sistema de lanzamiento de armas estratégicas del país.
La figura del presidente de Estados Unidos tiene más de una centuria y media de diseño constitucional para ser poderosa y resiliente. El texto fundacional no dice que una condena penal invalide la titularidad del Poder Ejecutivo. Solo menciona -en el Art. II, sección 4- que el presidente, el vicepresidente y otros funcionarios civiles pueden ser removidos de su cargo por traición, soborno u "otros delitos graves y faltas" mediante un proceso de impeachment iniciado por el Congreso.
Así, mientras el Poder Judicial puede condenar a un presidente por delitos graves, el ejercicio del cargo no caduca por esa condena automática. La autoridad para removerlo reside exclusivamente en el Congreso de Estados Unidos: la Cámara de Representantes acusa y el Senado juzga. Para destituir se requiere una supermayoría de dos tercios en el Senado.
El caso hipotético de Trump y Jeffrey Epstein: una prueba de estrés constitucional
Jeffrey Epstein, el financiero que fue acusado de cientos de abusos sexuales de menores y tráfico de personas, murió en prisión en circunstancias que aún generan dudas, dejando tras de sí una red de conexiones con figuras poderosas. En documentos, registros y testimonios indirectos, el expresidente Donald Trump ha sido mencionado entre quienes interactuaron con Epstein en contextos sociales y privados.
Si, en un escenario hipotético, Trump fuese juzgado y hallado culpable de participar directa o indirectamente en delitos vinculados a Epstein -abusos, encubrimientos, tráfico de menores-, no existe en la Constitución de Estados Unidos una norma que diga expresamente que eso inhabilitaría de inmediato su mandato. A diferencia de Argentina, donde una condena puede implicar la inhabilitación para ejercer cargos públicos de por vida, la lógica norteamericana separa el plano penal del ejercicio constitucional del cargo.
Incluso en casos ya ocurridos, como el de Trump condenado por 34 delitos en Nueva York relacionados con falsedad contable -un caso distinto y menos grave que el abuso de menores- el fallo no le impidió gobernar ni participar en la vida política.
El poder presidencial no se extingue solo porque alguien sea culpado en un tribunal. Para removerlo, el único camino previsto es el impeachment: un proceso político, no penal, que requiere la voluntad de una mayoría simple en la Cámara de Representantes para acusar y de dos tercios en el Senado para condenar y destituir.
La paradoja es evidente: en Estados Unidos, un presidente podría, en teoría, ser condenado en un juicio penal y al mismo tiempo continuar ejerciendo la presidencia, con todas sus facultades formales intactas, salvo la libertad personal si la sentencia de cárcel así lo estableciera.
Un nivel educativo maltratado por el gobierno provincialArgentina: proscripción judicial y exclusión política
El contraste con la Argentina no podría ser más abrupto. En nuestro país, las condenas judiciales que llevan aparejada la inhabilitación para ejercer cargos públicos son una forma de proscripción política. El caso de Cristina Fernández de Kirchner es paradigmático: la Corte Suprema de Justicia de la Nación ratificó una condena a seis años de prisión más la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos en la causa conocida como "Vialidad", por presunta administración fraudulenta de obras públicas en Santa Cruz.
Esa decisión no solo la excluye del ejercicio futuro de cargos, sino que la limita políticamente de una manera que no tiene equivalente en Estados Unidos. Cristina, figura central de la oposición y exmandataria dos veces electa, cumple desde mediados de 2025 prisión domiciliaria bajo estrictas condiciones, mientras que su defensa y sectores de su movimiento la califican como una forma de "lawfare" o persecución política disfrazada de proceso judicial.
Asimismo, figuras históricas del peronismo como Guillermo Moreno han recibido también condenas con inhabilitación, lo que profundiza la percepción de una justicia con vara diferente según el sector político investigado.
Auditorías, responsabilidades y la vara desigual
Un aspecto central -y poco mencionado- de la causa Vialidad es que el propio Estado argentino, durante el gobierno de Mauricio Macri, produjo auditorías que contradijeron parte del núcleo acusatorio. Esos informes, impulsados por Vialidad Nacional bajo la conducción de Javier Iguacel, concluyeron que las obras viales en Santa Cruz estaban efectivamente realizadas, que habían sido ejecutadas en tiempo y forma, que no presentaban sobreprecios relevantes y que la calidad constructiva se encontraba dentro de los parámetros técnicos habituales.
Sin embargo, esos datos no resultaron determinantes en la valoración judicial final. La auditoría existió, fue oficial y surgió de una administración políticamente opuesta al kirchnerismo, pero quedó relegada a un segundo plano frente a una interpretación que avanzó igualmente hacia la condena y la inhabilitación perpetua de Cristina Fernández de Kirchner.
La comparación con otros casos expone la asimetría. En la provincia de Buenos Aires, la explosión por una deficiente conexión de gas en una escuela de Moreno provocó la muerte de dos docentes mientras María Eugenia Vidal era gobernadora. Se trató de una tragedia vinculada al deterioro edilicio y a fallas de control estatal, pero no derivó en imputaciones ni responsabilidades penales para la máxima autoridad política provincial.
El contraste no busca igualar hechos distintos, sino señalar la diferencia en el criterio aplicado. En un caso, una expresidenta queda privada de su libertad y excluida de la vida política aun existiendo auditorías estatales que no acreditaron irregularidades estructurales. En el otro, una tragedia con víctimas fatales no tuvo consecuencias judiciales en la cúspide del poder.
La pregunta que queda abierta no es solo jurídica. Es política: cuándo la responsabilidad se expande hasta lo más alto y cuándo se detiene. Y qué define, finalmente, qué pruebas pesan y cuáles se vuelven prescindibles.
Argentina y el juicio político: herramienta constitucional poco usada
Más allá de la proscripción judicial, la Constitución argentina contempla el juicio político como instrumento para controlar al Poder Ejecutivo, al Poder Judicial y a otros altos cargos. Según los artículos 53 y concordantes, la Cámara de Diputados puede acusar y el Senado juzgar a un presidente o funcionario por mal desempeño u otras faltas graves, lo que puede derivar en destitución del cargo y eventual inhabilitación para ejercer funciones públicas.
El gobierno de Milei recibió US$300 millones del Banco Mundial para el sector energéticoA diferencia del sistema penal, el juicio político es un procedimiento político institucional previsto para garantizar el control horizontal de los poderes. Es decir, se trata de un mecanismo democrático, deliberado, que debería aplicarse en casos de graves incumplimientos constitucionales o abusos de poder.
Sin embargo, en la Argentina moderna esas herramientas han sido menos frecuentes o quedan opacadas por el predominio de causas judiciales que derivan en proscripciones administrativas o inhabilitaciones, sin pasar por un proceso político deliberativo amplio.
Una democracia frente al espejo
El contraste entre ambos sistemas deja al descubierto una pregunta inquietante: ¿qué entendemos por rendición de cuentas? En Estados Unidos, las reglas constitucionales permiten que un presidente siga en funciones a pesar de una condena, siempre que el Congreso no avance en su remoción. Esa misma Constitución no contempla una proscripción automática por condena penal.
En Argentina, en cambio, la condena penal puede tener efectos políticos inmediatos, excluyendo a ciudadanos electos de la participación activa. La diferencia no es menor: define la forma en que se decide qué conductas merecen ser juzgadas en las urnas y cuáles merecen ser excluidas del juego político.
Estados Unidos, Argentina: sistemas diferentes que ofrecen un espejo donde mirarse, debatir y decidir qué tipo de democracia se quiere sostener. El juicio político y el impeachment son caras distintas de una misma obsesión: cómo encarar el poder cuando el poder mismo parece estar por encima del derecho.
¿Qué pasaría en la Argentina si Milei fuera juzgado? El escenario hipotético del caso Libra y las denuncias de corrupción
Si, en un escenario hipotético, avanzaran investigaciones judiciales firmes contra el presidente Javier Milei por el denominado caso $LIBRA -vinculado a presuntas maniobras de estafa financiera, captación irregular de fondos o uso indebido de plataformas digitales-, o si se acreditaran responsabilidades directas o indirectas de su entorno más cercano, incluida su hermana Karina Milei, por presuntas coimas o tráfico de influencias en organismos del Estado como la ANDIS, el marco constitucional argentino ofrece caminos claros, aunque rara vez utilizados con decisión política.
En ese contexto, la primera consecuencia no sería automática ni penal. A diferencia de una condena judicial posterior, lo que correspondería en términos institucionales sería la activación del juicio político. La Constitución Nacional prevé este mecanismo para evaluar el mal desempeño, los delitos en el ejercicio de la función o los abusos de poder del presidente, del vicepresidente y de otros altos funcionarios.
El juicio político no supone una condena penal ni implica prisión. Es un proceso estrictamente político. Se inicia en la Cámara de Diputados, donde se analiza si existen elementos suficientes para formular una acusación. Si esa acusación prosperara y fuera aprobada por mayoría, el Senado se constituiría en tribunal para juzgar la conducta del mandatario. La eventual consecuencia sería la destitución del cargo y, eventualmente, la inhabilitación para ejercer funciones públicas.
Solo después de una eventual destitución, y ya sin fueros, el presidente o los funcionarios involucrados podrían ser sometidos a la justicia penal ordinaria, como cualquier ciudadano.
En el mismo plano hipotético, si se comprobara una trama más amplia de vínculos entre dirigentes políticos -como José Luis Espert- y actores del poder económico o financiero, como Fred Machado, en maniobras de financiamiento irregular, evasión o delitos económicos, el camino institucional debería ser el mismo: investigación judicial, pero también responsabilidad política. En el caso de legisladores, podrían activarse mecanismos de desafuero o expulsión, según la gravedad de los hechos y las pruebas reunidas.
La diferencia central con otros momentos de la historia reciente radicaría en la coherencia del sistema. Si el Estado optara por el juicio político como herramienta principal de control, el debate sería público, parlamentario y democrático. Si, en cambio, se delegara todo en causas judiciales de avance incierto, el riesgo sería repetir un esquema de selectividad: acelerar algunas investigaciones, dilatar otras y dejar que el tiempo actúe como absolución de hecho.
En definitiva, si las denuncias contra el actual gobierno avanzaran, la Constitución argentina ofrece un camino institucional claro. La pregunta no es jurídica. Es política. Y remite, una vez más, a la voluntad real de aplicar las reglas con la misma vara para todos.