El Loco Gatti: la muerte no lo hizo bueno, lo hizo eterno
Hugo Orlando Gatti murió este domingo a los 80 años. Llevaba semanas internado.
Hugo Orlando Gatti murió este domingo 20 de abril, a los 80 años. No fue una noticia inesperada: llevaba semanas internado, aferrado a la vida desde una terapia intensiva. Sin embargo, como siempre pasa con los personajes que se salieron del molde, la muerte no lo termina de abrazar. Más bien lo deja suspendido en la memoria colectiva, en ese limbo melancólico donde viven los que, como él, supieron ser irrepetibles.
Gatti nació en Carlos Tejedor, provincia de Buenos Aires, en 1944. Fue arquero, pero no de esos que se esconden entre los palos. Era un showman, un provocador, un poeta de la gambeta en su propia área. Su estilo desprejuiciado fue incomprendido al principio, celebrado después, y recordado siempre. Jugó en Atlanta, River, Gimnasia, Unión... pero fue en Boca donde su leyenda se hizo cuerpo: 381 partidos, dos Copas Libertadores, una Intercontinental y una forma de atajar que era casi un manifiesto libertario.
A Gatti no se lo podía mirar sin tomar partido: o lo adorabas o lo odiabas. Con su vincha, su melena rubia, su ego desbordado, parecía salido de un bolero psicodélico. Se arrodillaba frente a la tribuna, se animaba a gambetear al delantero rival, se reía en la cara del peligro. Fue, en esencia, un hombre que hizo del arco una trinchera artística. Y a su modo, también una tribuna política.
Pero a diferencia de otros, su posición frente al poder fue ambigua. Siempre pareció más seducido por el brillo de la elite que comprometido con la sombra de los que no tienen voz. En ese sentido, Gatti podría ser emparentado -con todas las distancias del caso- con Carlos Tevez. Dos ídolos populares que supieron nacer en la pobreza más cruda, y sin embargo, con el tiempo, se fueron acomodando al sillón mullido de los poderosos.
Tevez, que salió de Fuerte Apache, alguna vez admitió recibir consejos financieros de Mauricio Macri. Gatti, desde su columna en programas españoles, repetía ideas reaccionarias, defendía a dictadores y despreciaba cualquier lucha social que se apartara del statu quo. ¿Cómo se construye un ídolo con semejante contradicción? Quizás porque la gente no busca coherencia en sus héroes, sino emoción. Y Gatti emocionaba. Incluso en su desparpajo.
Pero ahí, entre esa contradicción y la melancolía, aparece la figura que eclipsa a todos: Diego Armando Maradona.Él también pudo haberse rendido ante reyes, papas, jeques. Pudo haber aceptado contratos millonarios para callarse la boca. Pero eligió, siempre, decir lo que pensaba. Aunque eso le costara caro. Aunque lo dejaran solo. Aunque le pegaran de todos lados. Diego fue el que, mientras otros almorzaban con el poder, lloraba con los jubilados. El que nunca olvidó de dónde venía. Y por eso lo extrañamos. Porque era uno de los nuestros, sin disfraz.
La muerte, entonces, no convierte en buenos a los que se van. Apenas los vuelve materia de reflexión. Y Gatti, el Loco, el eterno, merece eso: que lo recordemos en su locura, en su desparpajo, en sus aciertos y en sus desvaríos. Porque en un país que acostumbra olvidar rápido, él supo quedarse en la memoria, aunque sea por el eco de una frase absurda o por un penal atajado con sonrisa burlona.
Hugo Gatti murió. Pero su personaje, ese que construyó con desparpajo y brillo, seguirá atajando pelotas invisibles en algún estadio de los sueños. Mientras tanto, nosotros -los que quedamos- seguimos buscando a alguien que no se venda. Alguien como Diego. Aunque sepamos que ya no hay otro igual.