Dueños de nada, esclavos del algoritmo: La otra cara de la economía de plataformas
La llamada Gig Economy -economía de plataformas o economía colaborativa- se presenta como una solución flexible y moderna para quienes buscan ingresos rápidos. Sin embargo, detrás del marketing de "sé tu propio jefe", se esconde una nueva forma de precarización laboral.
Prometen libertad, pero en realidad precarizan. Desde Uber hasta traductores freelance, millones trabajan en el limbo digital sin derechos ni garantías. ¿Qué pasa en Mendoza con este modelo laboral que llegó para quedarse?
La llamada Gig Economy -economía de plataformas o economía colaborativa-se presenta como una solución flexible y moderna para quienes buscan ingresos rápidos. Sin embargo, detrás del marketing de "sé tu propio jefe", se esconde una nueva forma de precarización laboral. Analizamos los datos mundiales, latinoamericanos y lo que está ocurriendo en Mendoza. ¿Cuántos trabajan sin contrato, sin seguro, sin futuro? ¿Y qué rol deberían jugar los Estados frente a este modelo que desregula sin fronteras?
Dueños de nada, esclavos del algoritmo
Nos vendieron libertad. Que íbamos a ser nuestros propios jefes, que nadie nos controlaría los horarios, que podríamos vivir de lo que nos apasiona, desde casa, desde la bici, desde donde quisiéramos. Pero la realidad, como suele pasar, fue menos romántica. La llamada Gig Economy -ese sistema de trabajo por encargo, basado en plataformas digitales- se expandió por todo el mundo como una supuesta forma de democratizar el trabajo. Sin embargo, hoy millones sobreviven a merced de un algoritmo que les asigna tareas, los puntúa, los excluye o los premia, sin contrato, sin estabilidad, sin derechos.
Todo esto comenzó en Estados Unidos, justo después de la crisis financiera del 2008. En un contexto de desempleo masivo y expansión del uso de smartphones, Silicon Valley encontró la excusa perfecta para reconvertir el trabajo en servicio, y al trabajador en proveedor. Así nacieron plataformas como Uber, TaskRabbit, Fiverr o Airbnb. El modelo era simple: conectar personas dispuestas a pagar por un servicio con personas dispuestas a ofrecerlo, pero sin asumir ningún tipo de responsabilidad patronal.
El truco está en el lenguaje. No son trabajadores, son "socios", "colaboradores", "freelancers", "independientes". Los contratos brillan por su ausencia. Los derechos también.
La dimensión del fenómeno
Según el Banco Mundial, cerca de 435 millones de personas en el mundo estarían trabajando hoy en plataformas digitales. Pero no todas dependen exclusivamente de ese ingreso: 132,5 millones lo hacen como ocupación principal, 173,7 millones como ingreso secundario y el resto trabaja menos de 10 horas semanales. En América Latina, la OIT estima unos 47 millones de trabajadores, involucrados en la economía de plataformas. De ellos, 12 millones lo hacen como empleo principal, 21 millones como secundario y 14 millones a tiempo parcial.
Lo llamativo es que más del 90% de los contratantes de estas plataformas provienen de Estados Unidos y Canadá, lo cual revela la dependencia global del sur respecto del norte. En otras palabras, los latinoamericanos trabajamos -barato y sin derechos- para sostener la economía digital de países ricos.
Y si el trabajo viene de países ricos, uno imaginaría que el pago también. Pero no. Según la OIT, el ingreso promedio en plataformas digitales en América Latina ronda los 8 dólares por hora, y menos de 5,50 dólares si se contabiliza el tiempo que se pierde buscando clientes, resolviendo reclamos o haciendo tareas administrativas.
Plataformas web vs. plataformas físicas
La OIT clasifica dos tipos de plataformas:
• Plataformas basadas en la web, como Upwork, Freelancer o Fiverr. Aquí encontramos traductores, editores de video, diseñadores, desarrolladores, encuestadores. El trabajo se realiza desde una computadora, desde cualquier lugar del mundo, pero sin ninguna garantía legal.
• Plataformas basadas en ubicación, como Uber, Rappi, Cabify o PedidosYa. Aquí los repartidores y choferes dependen de la geolocalización. El trabajo es físico, expuesto a accidentes, mal clima, y siempre mal pago.
Ambos modelos comparten una lógica: el trabajo es esporádico, fragmentado, mal remunerado y profundamente inestable.
Mendoza no es la excepción
Acá en Mendoza, como en toda la Argentina, el fenómeno se ha multiplicado, especialmente después de la pandemia. Las bicis con mochilas coloridas, los autos con conductores que "hacen Uber", o las personas que prestan servicios freelance a empresas del extranjero son ya parte de la cotidianeidad.
Muchos jóvenes, migrantes y estudiantes combinan estos trabajos con otras actividades. Pero hay quienes dependen exclusivamente de estas plataformas para sobrevivir. Algunos incluso alquilan vehículos para trabajar en Uber, lo que disminuye aún más su ingreso real.
Según relevamientos locales no oficiales -porque no hay estadísticas públicas precisas- se estima que más de 10.000 personas en Mendoza trabajan en al menos una plataforma. La mayoría no está registrada, no tiene seguro social ni contribuye a ningún régimen previsional. Son trabajadores invisibles en un sistema que solo los reconoce como datos de rendimiento.
El caso de los migrantes es aún más dramático: en plataformas de delivery, más del 70% de los trabajadores en ciudades como Mendoza son extranjeros, muchos sin papeles, sin obra social, sin derechos, y sin alternativa. Son médicos, docentes, ingenieros, pero pedalean entre semáforos para llevar comida. Porque eso es lo que hay.
¿Regulación o desregulación?
España aprobó en 2021 la ley Rider, que obliga a las plataformas a contratar formalmente a los repartidores. En México, una reforma reciente otorga derechos laborales básicos a los que trabajen en plataformas y ganen al menos un salario mínimo al mes. En Estados Unidos, las plataformas ganaron una pulseada legal en California: lograron crear una figura intermedia, el "contratista independiente con beneficios limitados".
En Argentina, mientras tanto, el debate está en pañales. El Congreso sigue dormido, hasta hace poco, ni siquiera sabía cómo encuadrar a un trabajador digital. No hay ley nacional que regule las plataformas, y a nivel provincial -en Mendoza- ni se habla del tema. Las apps reclutan, cobran comisiones, y no rinden cuentas. Pagan impuestos por servicios digitales, pero el trabajador es tierra de nadie.
El gobierno nacional parece más preocupado en flexibilizar que en garantizar. Y en Mendoza, en un contexto de altísima informalidad, se naturaliza que trabajar sin derechos sea parte del paisaje urbano.
¿Ser tu propio jefe o precarizarte solo?
La narrativa es seductora: flexibilidad, autonomía, independencia. Pero en la práctica, si te enfermás, no cobrás. Si parás de trabajar, no hay vacaciones. Si te accidentás, el seguro -si existe- cubre a terceros. Si te va mal, la plataforma te baja la calificación o te bloquea. No hay sindicato, no hay delegados, no hay indemnización.
Lo peor es que muchos de estos trabajadores tienen formación, talento, ganas. Pero el sistema, en lugar de integrarlos, los expulsa hacia las márgenes digitales de un modelo donde el único contrato es con el algoritmo.
La economía de plataformas llegó para quedarse, pero no puede quedarse así. Es hora de discutir cómo regulamos sin matar la flexibilidad. Cómo protegemos sin volver todo burocracia. Cómo garantizamos un trabajo digno en un mundo digitalizado. Porque si no, la libertad que prometen estas apps es apenas otra forma de esclavitud...