OPINIÓN

La cultura en el futuro de la Argentina

El autor revela aspectos esenciales para que la Cultura no se agote en un territorio de disputa retórica, ni en una construcción simbólica impuesta

Promotor cultural. Licenciado en Gestión del Arte y la Cultura. Universidad Nacional de 3 de Febrero. Doctorando en Diversidad Cultural (UNTREF). Docente en el Departamento de Folklore de la Universidad Nacional de las Artes.

Debates sobre Cultura (*)

En un momento donde pareciera que la única forma de entrar en el debate político es de manera patológica, en los últimos meses ocurrió algo que quienes nos dedicamos a los cruces entre cultura y poder, anhelábamos hace tiempo. Ahora bien, la forma en la que la cultura en tanto objeto de la política pública entró al debate mainstream, nos recuerda -una vez más- que a veces debemos temer a la concreción de nuestros deseos.

La cultura en el discurso político del momento

En el marco de la marcada degradación del debate público, incluyendo una particular saña contra cualquier discurso que valore el bienestar colectivo o la felicidad, el requerimiento de "esfuerzos fiscales" para atender la cultura y las artes pareciera haber tomado el sentido de una aberración para un sector (¿mayoritario?) de nuestra sociedad.

Un primer coqueteo en este sentido, tibio e infértil, se había dado a inicios de la pandemia. Cuando el Gobierno nacional incluyó a los trabajadores del sector en posiblemente la primera política de sostenimiento del ingreso anunciada. Detrás de un puñado de trayectorias exitosas, encumbradas en el star system diseñado por las corporaciones de la industria cultural occidental, ganando millonadas y ostentándolas, se esconde un iceberg masivo, caracterizado por la precarización y la falta de ingresos recurrentes. Y ahora, además, se intensifica ese cuestionamiento disfrazado de piedad, la preguntá del porqué la decisión por la vocación artística, percibida como una pulsión adolescente que debiera haber sido abandonada oportunamente. Carga con el pecado de ser percibida no solo como improductiva (el único pecado capital vigente en el siglo XXI), sino incluso un lastre económico, y -en consecuencia- social ("te voy a dar con la guitarra en la cabeza").

En 2020, con el lanzamiento de las Becas Sostener Cultura instrumentadas por el Fondo Nacional de las Artes, hubo un ensayo en redes sociales por parte de los "efectores comunicacionales" que han masterizado el dominio del termómetro de las redes sociales (si, los @Juan86783647023654 de la no-vida) buscando homologar a las y los artistas con esa categoría instalada para el bastardeo del "planero". El otorgamiento de $20.000 a artistas en "situación de vulnerabilidad, que pertenezcan mayormente a sectores de la economía informal" intentó presentarse a la sociedad como una inmoralidad, un berretín de mantenidos sin ningún tipo de función social. Si bien fue un intento efímero, que se desinfló rápidamente, y no logró prender más allá de algunas cuentas radicalizadas, contenía en potencia el núcleo de lo que terminará siendo el discurso de la política cultural oficial en el Gobierno de Milei: acoso mediático y razón economicista de la cultura.

Si en ese momento no prendió, en este, Laligate mediante, los acólitos del espacio gobernante han logrado construir una polémica en torno a la pertinencia del financiamiento público de las artes. Alineados a la estrategia de "guerras culturales" -craneadas en el contexto norteamericano, y fuertemente instrumentalizadas por Jair Mesías Bolsonaro en su período como presidente del Brasil- la propuesta anarcocapitalista promueve una asociación de la práctica artística con la vagancia, y -de ahí, por autopista- abonar a profundizar la patologización de todos quienes se interesen en algún sentido de la vida que exceda el de ganar dinero.

Existen diferentes argumentos para justificar el financiamiento de la cultura y las artes por parte del Estado, estableciendo acciones sostenidas en el tiempo a cuya dimensión estratégica, en el último medio siglo, se ha llamado política cultural. Cierta historiografía oficial pone el punto cero en la Francia de posguerra, y valora como fundacional la gestión del escritor André Malraux. El proyecto cultural de De Gaulle se orientaba a la reconstrucción del autoestima nacional de un pueblo orgulloso pero vencido, e indudablemente ciertas innovaciones en torno a cómo asumió la cultura como responsabilidad del sector público influyeron en diferentes lugares del mundo por décadas. Pero hoy debemos comprender el sesgo colonial de esta narrativa. Procesos como el de las misiones culturales ideadas por Vasconcelos a inicios del siglo pasado -más cercano a la educación sarmientina, en su espíritu occidentalizador, buscando configurar una sociedad moderna que acompañe el proyecto de país alineado a los valores eurocéntricos de las oligarquías locales-, o la extraordinaria gestión del "Tanque" Velázquez en la Comisión de Bibliotecas Populares en el peronismo clásico, multiplicando exponencialmente el acceso al libro, tanto por vía de la distribución directa como por medio de la apertura de bibliotecas en todo el país, incluyendo sindicatos y ámbitos de las Fuerzas Armadas, sugieren que la incidencia sobre el campo de lo simbólico por parte del Estado no es una fantasía de progresistas / populistas.

Adicionalmente, como ya se ha dicho, en la segunda mitad del siglo XX y con las Naciones Unidas como marco, la sociedad global acordó incluir la cultura como una de las dimensiones constitutivas de los Derechos Humanos. Su garantía incluye, necesariamente, la observancia de una serie de Derechos Culturales, bien tipificados (a la identidad cultural, a la formación artística, a la diversidad cultural y el multilingüismo, etcétera). En nuestro país, por designio de la reforma constitucional de 1994, estos derechos están instaurados con rango constitucional, por ser parte de instrumentos internacionales ratificados por la Argentina. Esto implica, al menos en el marco de la República, que quien pretenda desafiarlos debiera construir un soporte de poder suficiente para modificar la Constitución.

Por ello, las tempranas declaraciones del responsable de la cartera nacional de Cultura, el productor teatral Leonardo Cifelli, quien antes de asumir ya adelantaba que "el Estado va a estar participando en aquello en lo que ´salga hecho´" constituyen, en sí, además de un gesto de profunda ignorancia, un curioso adelanto de la vulneración de derechos colectivos e individuales. A la vez, marida muy bien con la tónica de este gobierno que encuentra en la demolición del interés público su principal objetivo.

Por casa

Pero aquí no nos interesa la observación sobre este experimento político; sino más bien una introspección sobre la responsabilidad del movimiento nacional en relación a la relevancia de las políticas culturales.

Tan curiosa es nuestra actualidad que el ataque de la antipatria a ese becerro de oro que son los artistas populares provocó una reacción en la aletargada dirigencia del campo nacional. Siguiendo el tratamiento de los espacios político-partidarios a la materia, y atento a la escasa prioridad que le han dado los Gobiernos transformadores a la cultura en la Argentina reciente, la inclusión del tópico en el documento del Congreso del Partido Justicialista realizado en marzo en Ferrocarril Oeste, con tanta centralidad, en el inicio del mismo, podría producirnos algo similar a la ilusión. La mención recupera del Modelo Argentino enunciado por Perón en su tercera presidencia la idea de un nacionalismo cultural en el que la "Argentina es el hogar". Pero este peronismo groggy, que cuenta los segundos para volver al rincón, recibir un enjuague y ver si en el próximo round tiene mejor suerte, pareciera estar devolviendo reactivamente el golpe. Nada indica que haya tomado consciencia de lo que tiene para aprender -particularmente en el nivel dirigencial- sobre la cuestión.

La cultura debiera resultar del mayor interés estratégico para un proyecto político que busque ser disruptivo del orden capturado por intereses ajenos al nacional. Tomando la máxima de Gustavo Cirigliano, no puede haber política cultural sin un proyecto nacional que la contenga y oriente. Para entender qué proponemos que se considere en este terreno, traemos dos miradas sobre lo cultural que arraigan en su función política. Una es la idea, recogida por UNESCO en la Conferencia Mundial de Políticas Culturales de México en 1982, de que la cultura son los modos singulares de vida pero -también- los sistemas de valores. La otra, el aporte geocultural de Rodolfo Kusch cuando sugiere que la cultura es la forma que encuentra una comunidad para domiciliarse en el mundo; de volver hábitat, hogar, ese entorno que otros pueden percibir hostil o ajeno.

La cultura aparece, desde este ángulo, como algo superador a tener al músico taquillero en el festival local de referencia. ¿Cómo buscamos moldear el sistema de valores, no para venerar la estampita del lider de turno, sino para impedir que la guita es más que la vida se consolide como sentido común? El sistema de valores de nuestro Pueblo tiene que ser acompañado para germinar, trayendo la analogía de cuando volvía Perón, como se le cante las pelotas. Ahora bien, esto implica desmalezar los yuyos del falso liberalismo, que con la máscara del "respeto irrestricto" avanza sin restricciones sobre los derechos y el bienestar. Aquí, celebrar -como se hizo hace poco- la ausencia de adoctrinamiento de los gobiernos populares es una nueva zoncera. El Estado adoctrina como una derivación intrínseca de su constitución (foco de identidad compartida, dirá O´Donnell). El problema es en qué sentido, para qué, de qué manera, lo hace.

Al pedir consideración para la agenda cultural no pedimos limosna a la dirigencia política, o a la militancia. No se trata de extender la piedad buenista del progresismo puertas adentro, para contener a los "cumpas a los que le gusta el arte". Es al vesre: si no hay política cultural sin proyecto nacional, tampoco hay condiciones de sostenibilidad para un proyecto nacional popular de justicia social sin una política cultural atrevida. Entendamoslo porque se hace tarde: las transformaciones políticas acumulan en la cultura, o se desvanecen como gigante de sal vadeando un río (¿se acuerdan cómo nos maravillamos horrorizados en marzo de 2016 con la velocidad del desguace macrista del Estado? Envidia del mejor desarmadero de autos del conurbano).

Proponemos incluir, entonces, en el proyecto político un componente audaz en política cultural. Que se olvide de disputar los cánones de legitimación y coso con los circuitos artísticos establecidos (por quién y para qué ¡una vez preguntátelo!, maestro) y busque intervenir severamente en los quilombos reales que atraviesa nuestra sociedad. Quizá hayan notado un incremento de la ludopatía digital en la juventud argentina. Quizá sepan que la accidentología vial es la principal causa de muerte sostenida año tras año en este hermoso país. Con un esfuerzo austero podemos llegar a encontrar algunos rasgos impuestos sobre las subjetividades que aportan a estos fenómenos... ¿Cuándo se va a hacer cargo el Estado de trabajar estas agendas desde la cultura?

Lamentablemente, la fórmula de convocar algún artista medianamente conocido, e ideológicamente afín, multiplicando las contrataciones artísticas y esparciéndolas cual siembra a granel por el territorio nacional no pareciera haber contribuido de una manera determinante a la consolidación de un proyecto de Nación compartido. Quizá sea momento de ir por otro lado.

El problema no es el adoctrinamiento. Es la autocelebración.

Conciliemos

Este diagnóstico no implica desconocer aquello que los gobiernos populares de la Argentina reciente tienen en la columna del haber. Aciertos fundantes, entre los que destaca la con-memoración del Bicentenario de la Revolución de Mayo, la creación de medios audiovisuales para distribuir narrativas de disputa (Paka Paka, a la cabeza), un incremento sensible de la inversión pública en cultura (pasando de algo más de $160 millones en 2008 a $1462 millones en 2014)), y el desarrollo de una extensa y federalmente distribuida infraestructura cultural¹.

Pero el principal problema -de varios- que han tenido estas políticas es que intentaron ser un hijo sano del modelo civilizatorio occidental hegemónico. Así, la política cultural siguió presa de los vetustos parámetros que impusieron nuestras élites en su deseo sobreideologizado de convertirnos en una expresión europea en América². Parece espuma academicista, hasta que se le presta atención a los argumentos de "llevar la cultura a los barrios" de responsables de programas o articuladores territoriales, devenidos en microsarmientitos que aparentan tener "Conflicto y armonías de las razas en América" en la mesa de luz.

Inmediatamente después, se cede a la tentación. La "inclusión social", que tan linda suena y nos inhibe a pensar por qué incluso de este lado se dejó de hablar de "justicia social" nos lleva a buscar las tan loables "inclusiones", la educativa, la sanitaria... ¿la cultural? Que el Estado busque incluir a alguien en la cultura implica percibirlo como excluido de ella. Nuevamente, parece que de lo que aparecían excluidos algunos era de los consumos "cultos" de la cultura, pero no del propio sistema de valores, naturalmente. Salvo el caso de Robinson Crusoe, el verdadero excluido cultural. En fin...

Sin jamás prestar suficiente atención a la necesidad acuciante de un marco normativo integral, y armónico que regule los fenómenos de la cultura, cada vez más determinados globalmente y desde una lógica economicista, nuestros organigramas, políticas, programas y acciones han repetido una lógica arte-céntrica, heredada de una geografía y un tiempo ajenos. Presos de la colonización pedagógica que denunciamos, el objetivo es "el acceso" de las mayorías -percibidas como vulgares- a las producciones válidas. La Cultura. Ya sea por "el circuito" de especialistas, ya sea por la industria cultural y la masividad.

El problema es que esa operación que se intentó sin éxito en 2020, ahora no solamente es la agenda de Gobierno, sino que presenta argumentos con fuerte soporte social. Si en el retorno a la democracia organizar un recital multitudinario en la 9 de Julio, con nuestros mejores artistas, era la excusa para recuperar el espacio público y reconstruir los vínculos sociales dinamitados por la cultura del terror, lenta y progresivamente hemos logrado vaciar de sentido, por repitencia, esa herramienta de la política cultural. El único momento donde ese tipo de intervención volvió a generar épica fue en las jornadas del Bicentenario, en las que parecía que todo sería posible para esta generación de argentinos.

Hoy hay que ver que ese eventismo exacerbado aparece, a los ojos de las mayorías sociales, más emparentado al gasto de los depravados fiscales (gran operación sobre el sentido del Ministerio de la Maldad) que a un goce ciudadano justificable. Aunque sean los mismos vecinos que, durante el año, le miden el aceite al intendente de turno a ver qué número pone, comparando la fiesta de este año con las pasadas.

Otra zoncera es la de designar a cargo de las áreas de cultura -organismos encargados de diseñar, implementar y evaluar políticas culturales públicas- a artistas populares "del palo". Misteriosa álgebra que concluye que, si es un artista sensible y progresista, ha de contar con la capacidad de diseñar y llevar adelante una política cultural compleja ¿No hay falla argumental? Como viajero asiduo de colectivo y subte ¿Puedo aspirar genuinamente a encabezar la cartera de Transporte? ¿Designamos Ministro de Salud a quien más tiempo haya pasado en un hospital público?

Resabio del Romanticismo, que adhiere al arte un sentido suprahumano, con adjetivos que ya resultan insultantes ("El arte es el alimento del alma") termina incluso aguando las mejores políticas, que efectivamente han germinado en las últimas dos décadas, pero con soporte presupuestario y político absolutamente marginal. Mucho discurso y poca profundidad en lo vinculado a la democracia cultural, los derechos culturales, la diversidad cultural.

Para quién

Estos serían los ejes de un enfoque que piense la política cultural con el Pueblo argentino como sujeto, en lugar de repetir una orientada exclusivamente al campo artístico.

Por ejemplo: habiendo distribuido millones de computadoras a estudiantes, achicando la brecha digital, ¿Cuál era el impedimento para dotar a las mismas de un software de edición de audio? ¿De disponer un ecosistema para que el piberío muestre lo que iba creando? ¿Acompañarlos a subir su música a las plataformas? Ni hablar de lo que sucedería si se dispone de algunos productores formados -que en nuestro país, abundan- para fortalecer las capacidades técnicas...

Es el semillero lo que la política cultural generalmente no ve. Imaginemos el escándalo que se daría si el Estado nacional resolviese otorgar un subsidio a un futbolista consagrado, por ejemplo para que de una clínica deportiva en algún rincón del país. Resultaría un bochornoso escándalo nacional. Ahora bien, esos crecientes presupuestos para la cultura que festejamos han sido captados, mayormente, por artistas consagrados -principalmente músicos- (cuando no al alquiler de equipos que el Estado podría adquirir con mayor conveniencia). Una de las pocas políticas de desarrollo de vocaciones artísticas -los Juegos Evita, que han incluido disciplinas artísticas desde 2006- identifican trayectorias destacadas en todas las provincias año tras año... a las que después se desatiende sistemáticamente, al menos desde el Estado nacional³.

En la política cultural argentina, nadie evalúa nada. Tan solo se mide el impacto económico del sector. Brotan programas con objetivos loables y abstractos, que dan lugar a acciones argumentalmente desvinculadas de esos objetivos que las enmarcan, que pasan sin que nadie se pregunte en qué medida aportaron a desandar los problemas diagnosticados.

El movimiento nacional cuenta con cuadros técnicos con un conocimiento profundo de las tendencias de las políticas culturales a nivel mundial, y especialmente en el plano regional, que ha sido -con Brasil a la cabeza- especialmente innovador en este terreno desde el comienzo del siglo. Existen diagnósticos compartidos sobre cómo ordenar la estructura normativa y avanzar en políticas culturales en perspectiva de derechos. Pero, por un motivo u otro, nunca es el momento político para avanzar en el terreno legislativo.

También envejecen en el campo de las ideas proyectos específicos que podrían ser de alto impacto. Solo por citar un ejemplo, uno orientado a la creación de un Centro de Alto Rendimiento Artístico, recurriendo a los aprendizajes del campo de la política deportiva, y generando un espacio de intercambio sostenido en el tiempo entre generaciones y lenguajes expresivos.

Más allá de la pertinencia puntual de cada una de esas ideas y propuestas, resulta insensato, para cualquiera que milita un proyecto político con intención transformadora, sostener la línea consolidada. Las políticas culturales de los gobiernos populares han sazonado con ciertos contenidos progresistas una matriz diseñada para excluir al Pueblo del pleno ejercicio de su expresión simbólica, y desatendido con ello su condición en tanto sujeto de derecho cultural. Es momento de que eso termine.

No es desde la defensa de los artistas del palo que vamos a disputar poder con las pretendidas guerras culturales del bolsonarismo criollo. La respuesta, como siempre, está en esos sectores de nuestra sociedad que se empecinan en seguir siendo Pueblo, aún con el viento helado en la cara, y los tapones ajenos en la pantorrilla. Existe un laboratorio social de excelencia en la trama de organizaciones libres del Pueblo que vienen cocinando a fuego lento innovaciones en términos de democracia cultural que requieren ser empoderadas, permitiéndoles constituirse en red y confederarse para impactos exponenciales.

Medio siglo pasó desde la presentación del último aporte doctrinario trascendente del General Perón. En el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, entre muchos aportes de vanguardia para la época, insistió con el carácter humanista de nuestro movimiento, pero también con la necesidad de asumir la propia posición para aportar a ello: Argentina es el hogar. Hoy, el principal desafío para la cultura es volver a convencer al Pueblo de su condición, enamorarlo de la convivencia en el marco de ese hogar. Recuperar la visión de un territorio integrado y solidario. Frenar la desagregación nacional.

Incidir en el horizonte de deseos, liberar la capacidad de imaginar futuros deseados, contribuir a subjetividades situadas, no es adoctrinar. Estimular un sistema de valores determinado es, en fin, transformar el mundo en el sentido que soñamos desde que nos descubrimos sujetos políticos. Es ahí donde la cultura encuentra su función social. Llegó la hora de asumirlo para construir una nueva versión que nos permita la grandeza de la Patria, pero también, junto a ella, la felicidad del Pueblo, que está determinada por la cultura.

(*) esta nota fue publicada originalmente en Revista URBE, titulada "Políticas Culturales para el Futuro del Peronismo"

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