¿Caballero inglés o cipayo argentino?

Sobre la fascinación argentina por el verdugo ajeno. De la India a África, de Oceanía al Caribe, millones de personas murieron bajo el látigo de una cruel corona.

Adrián Characán

El sol que nunca se ponía. Nos contaron, como si fuera una hazaña épica, que el sol nunca se ponía en el Imperio Británico. Lo que no nos contaron con tanto entusiasmo es que lo que nunca se ponía tampoco era la sombra de las hambrunas, los destierros y los campos de concentración. De la India a África, de Oceanía al Caribe, millones de personas murieron bajo el látigo de una corona que se jactaba de civilizar mientras saqueaba, de evangelizar mientras deportaba, de gobernar mientras mataba de hambre.

Ese imperio, que en su apogeo abarcaba una cuarta parte de la superficie del planeta, se sostuvo sobre dos pilares: la violencia y el despojo. Piratas al servicio de la corona en el siglo XVI, esclavistas en África en el XVII, virreyes indiferentes en la India en el XIX, y señores de la guerra colonial en África y Medio Oriente en el XX.

India: la joya y la herida

Allí donde hoy se levantan Silicon Valley del Sur, hubo décadas de hambre impuesta. Entre 1876 y 1878, más de cinco millones de indios murieron porque los británicos permitieron que el precio del grano se disparara y la ayuda desapareciera. En 1943, otra hambruna mató a dos millones, mientras Londres exportaba cereales indios para alimentar a sus tropas en el norte de África.

En 1947, cuando finalmente llegó la independencia, un abogado británico trazó en cinco semanas la frontera entre India y Pakistán. El resultado: desplazamientos masivos, violencia sectaria y una herida que sangra hasta hoy.

África: el laboratorio del horror

En África se probaron las técnicas más brutales de control. Cecil Rhodes soñaba con un imperio "del Cairo al Cabo" y no dudaba en usar el ejército privado de su compañía para lograrlo. En las guerras Boers, los británicos inventaron los primeros campos de concentración modernos: mujeres y niños encarcelados, treinta mil muertos, veintidós mil de ellos menores.

Después vino Kenia. Allí, la rebelión Mau Mau fue sofocada con torturas, castraciones y violaciones sistemáticas. Cien mil personas fueron internadas en campos. Más africanos que europeos murieron en ese silencioso genocidio, porque en aquel entonces -y todavía hoy- las vidas negras no importaban.

Oceanía: la prisión al aire libre

Australia fue, desde 1788, el penal británico. Más de 120.000 hombres y 25.000 mujeres fueron desterrados por delitos tan graves como robar gallinas o ropa usada. Los indígenas de Tasmania fueron literalmente exterminados: en 1833, los últimos 220 se rindieron y fueron deportados. El pueblo desapareció. En Nueva Zelanda, las tierras maoríes fueron confiscadas tras años de guerra.

Medio Oriente: la traición como política

Los británicos prometieron independencia a los árabes si se levantaban contra los otomanos. Al mismo tiempo, firmaron la Declaración Balfour, comprometiéndose con los sionistas a apoyar un "hogar nacional" en Palestina. En paralelo, ya se habían repartido el Medio Oriente con Francia. La hipocresía no fue accidente: fue el método. Dibujar fronteras rectas en mapas antiguos, sin tener en cuenta pueblos, lenguas ni religiones. Un modo eficiente de sembrar conflictos que perduran hasta hoy.

El ocaso imperial

La Primera Guerra Mundial los dejó endeudados. La Segunda Guerra Mundial, hipotecados frente a Estados Unidos. En 1956, con el fiasco del Canal de Suez, quedó claro que el sol imperial se había apagado. Pero lo que dejaron fueron cicatrices abiertas: particiones sangrientas, dictaduras sostenidas por Londres, fronteras que aún hoy alimentan guerras.

Thatcher: la dama de hierro oxidada

Y aquí entramos nosotros. Argentina, 1982. Margaret Thatcher, heredera de esa tradición colonial, decide mandar una flota al Atlántico Sur para reafirmar lo que ella llama "la integridad británica". Lo que en verdad defiende es la lógica de siempre: la de imponer soberanía a fuerza de sangre ajena.

Cientos de jóvenes argentinos murieron en las islas. Murieron como murieron los indios de Bengala, los kikuyos de Kenia, los boeres en Sudáfrica.

Todos bajo el mismo sello: la arrogancia de un imperio que nunca pidió permiso.

Milei, el cipayo sonriente

Hoy tenemos un presidente que no solo ignora esa historia, sino que la celebra. Javier Milei se declara, abiertamente, admirador de Margaret Thatcher, la misma que festejó la muerte de nuestros jovenes en Malvinas. Lo hace sin pudor, con devoción casi infantil, como si se tratara de un modelo a imitar.

¿Qué clase de país puede sobrevivir si sus gobernantes se arrodillan ante quienes los humillaron? ¿Qué nos queda si llamamos "caballero inglés" al verdugo?

¿Por qué admiramos al verdugo?

No deberíamos admirar a un caballero inglés. No deberíamos sobrevalorar la frialdad de un imperio que se edificó sobre cadáveres. Y, sin embargo, aquí estamos: gobernados por un presidente que aplaude a Thatcher como si fuera un prócer.

La pregunta, entonces, no es si el Imperio Británico fue cruel. Eso lo sabemos. La pregunta es por qué seguimos eligiendo líderes que veneran esa crueldad, disfrazada de eficiencia y de "valores occidentales".

Epílogo

El Imperio británico, como todos los imperios, se construyó sobre atrocidades. Pero no todos los pueblos eligen celebrar a sus verdugos. Los argentinos, algunos pocos, por alguna razón oscura de nuestra historia reciente, lo hacen . Y eso debería dolernos más que cualquier derrota militar.

El desquite de Diego

Por eso el gol de Diego Maradona a los ingleses evoca y representa tanto. Quizás no hubo sangre de por medio, quizás hubo picardía, quizás hubo genialidad. Pero ese gol -y los dos de aquel día en México 86- fueron una humillación deportiva que por un instante nos devolvió el aire. Tal vez sirvieron de respiro para todas esas almas que, durante siglos, fueron hambreadas, maltratadas y asesinadas por el imperio, y para los jóvenes argentinos que murieron en las Islas Malvinas. En la zurda de Diego se condensó una venganza justa, una revancha poética: la de un pueblo chico que pudo mirar a los ojos a su verdugo y hacerlo caer, aunque fuera en un campo de juego.

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